31.10.13

La tierra postergada, de Pablo Semadeni



La tierra postergada, de Pablo Semadeni
Mirador, Buenos Aires, 2013

Recibimos la novela La tierra postergada, de nuestro amigo Pablo Semadeni. Dice en la contratapa: "La tierra postergada sugiere el recorrido de una novela inicial y de formación. Pero esta vez el ejercicio de situación no sólo transcurre en Europa sino también en otras geografías físicas y mentales en donde se debate la suerte de los personajes. Novela de situación, novela estética y de ideas, su trama cincela algunos tópicos de nuestra actual sociedad".

30.10.13

Alejandría de noviembre



Alejandría de noviembre va a explotar, por muchos motivos:
1) Porque Germán García va a estar leyendo un fragmento de "Miserere", su novela inédita.
2) Porque van a estar leyendo Federico Falco, Gastón Intelisano,  Martín Hain y Yair Magrino.
3) Porque Hernán Zaccaría va a hacer una caricatura en vivo de Charles Bukowski.
4) Porque van a contar cómo estuvo el lanzamiento de los cuatro libros alejandrinos, que van a poder conseguir durante el evento.
5) Porque van a adelantar muchas cosas de lo que va a ser la ceremonia de cierre del Premio Itaú de Cuento Digital organizada por Grupo Alejandría, que es el martes 19, a las 18:00, en la Usina del Arte.
6) Porque hay 2x1 en vinos y cervezas.
7) Porque al final de la noche sortean muchos libros y la caricatura de Bukowski.
8) Porque todo esto es con entrada libre y gratuita.

Martes 5 de noviembre a las 19:00 en Eterna Cadencia (Honduras 5574).
http://elgrupoalejandria.blogspot.com.ar/
alejandriagrupo@gmail.com


28.10.13

Intelectuales, de Carlos Altamirano



Intelectuales, de Carlos Altamirano
Siglo XXI, Buenos Aires, 2013

Probablemente pocos intelectuales en Argentina hayan estudiado tanto la figura del intelectual en el mundo, en la historia, como Carlos Altamirano. Investigador del CONICET y profesor emérito de la Universidad Nacional de Quilmes, integró la revista Punto de vista y es miembro del consejo de dirección de Prisma. El libro es un breve compendio de la historia de los intelectuales, desde el caso Dreyffus en adelante. No solamente hace un paneo por algunos nombres claves para entender esta figura (de Marx a Gramsci, de Mannheim a Bourdieu, de Said a Bauman, de Sartre a Debray), sino que hay palabras clave que articulan la estructura del relato: el intelectual comprometido, el exilio, la división de trabajo, la lucha de clases, la revolución, la clase media, la intelligentsia, los valores, la dominación simbólica, la religión, la ideología, el estado, la nación, el mercado, la universidad, el centro y la periferia.

25.10.13

"¡El Che vive!", de Dr. Alderete



¡El Che vive!, de Dr. Alderete
Pequeño editor, Buenos Aires, 2013

Como una remerita con la cara del Che, como un póster del Che, como una bandera del Che, pero más allá del Che. Ése podría ser el estribillo de este libro inteligente, provocador y muy actual que preparó Dr. Alderete, ilustrador y diseñador gráfico que se propuso llevar la imagen icónica de Ernesto Guevara hasta los límites de la cultura pop: el Che como calavera, ángel, demonio, Frankestein, Mickey, un ET, DJ, apólogo de la marihuana, John Travolta, Elvis, rapero, empleado de McDonald's, Maradona, Chapulín Colorado, James Bond, Jesús. El libro viene con un prólogo esclarecedor de Ana Longoni y textos de Gustavo Álvarez Núñez, además de la contratapa de Kevin Johansen. ¡El Che vive! es una pieza más que interesante para hacer una crítica del consumismo y el posicionamiento que se hacen de las imágenes, los íconos y las ideologías. Pero también es un libro para disfrutar y pensar mundos posibles.

"Mondongo boreal", de Martín Jali y Pablo Rivas Mambo



Mondongo boreal
Texto: Martín Jali / Imagen: Pablo Rivas Mambo

Introducía, de una en una, las uvas moradas en mi boca. Con la yema bordeaba su piel finísima, apretaba, arrancaba del racimo y a veces las lanzaba hacia arriba y, al descender, caían rendidas en mi lengua. Lo hacía de aburrido, de puro inquieto, y cada vez complicaba su parábola arrojándolas más arriba, más lejos aún, lo que me obligaba a balancearme en posiciones ridículas, encima de la cama, sobre el ventilador de piso, los estantes, la mesada de cristal. De la televisión brotaban voces. Un equipo de antropólogos había trasladado a un indio quechua, habituado a temperaturas altísimas, a un paisaje helado de Tierra del Fuego. El indio se congelaba mientras los investigadores filmaban, anotaban cosas en libretitas azules y arrojaban hacia la cámara comentarios inútiles sobre el ambiente, la aclimatación y las costumbres de ciertas comunidades indígenas. Mientras tanto, un esquimal, en la Quiaca, se calcinaba. Yo miraba de reojo, porque jugaba con mis uvas y esto demandaba toda mi atención y energía. Unos sádicos, los antropólogos, pensé. Y volví a arrojar una uva que rebotó en mi hombro, cayó sobre la colcha y rodó hasta la guarida de Fidel, mi gato leonino.
–Vení, vení –pero Fidel no venía.
Al racimo le quedaba poco menos de la mitad cuando escuché el timbre. Era Camila. Entró apurada y me dijo que tenía un regalo para darme. Sus palabras me pusieron muy contento.
–Me como a Fidel, me lo como todo pero todo de verdad –dijo y se agachó, como una bailarina de ballet, con una pierna en lo alto para acariciar al gato. Después se arrojó en la cama, estiró sus dedos y arrancó una uvita del racimo ya esquelético.
–¿Puedo fumar? –preguntó
–Sí, pero abrí un poco la ventana.
–¿Tenés fuego?
Revolvimos el departamento, porque yo ya no sabía donde había dejado nada, tal era mi estado de absoluta dejadez. Al fin lo encontramos en el fondo de una canasta de mimbre que alguien me había regalado hacía muchos años.
–¿Soy yo o estás igual que cuando te dejé, hace una semana?
Comí otra uva, pero esta vez la deposité con delicadeza en mis labios y chupé para adentro, haciendo ruido como si fuera la bola de un chupetín.
–Sí – dije –. ¿Cómo estás?
–No sé cómo estoy pero estoy mal. No sabés. Me siento como atrapada. No puedo dejar de pensar en cada cosa que hago. Hoy, por ejemplo, me tenía que juntar a estudiar con Abel y Ludmila y desde ayer que estoy nerviosa por eso. Ya estudié y sigo nerviosa, ¿entendés? Pienso en todo. Vos compraste uvas. Si yo tuviera que comprar uvas cuando me vaya de acá, porque estas uvas están riquísimas, bueno, ahora mismo estaría pensando en qué uvas comprar, si blancas o moradas, cuántas, qué decirle al verdulero, a qué verdulería ir, si voy hoy o mañana. No puedo más. ¡Estoy histérica!
–Uf.
–No sé, pero tengo ganas de hacer cosas sin pensar.
–¿Damiano tiene algo que ver con esto?
–Un poco.
–Me imaginaba.
–Pero no te quiero joder. Dejame. No me des bola. ¿Y vos?
–Yo bien – dije y me señalé el cuero, las uvas, el ventilador y la tele. Por la ventana entreabierta se colaba un aire espeso y pegajoso.
–Ah… ¿Pero hasta cuándo? – preguntó.
–No sé.
Entonces Camila repitió que me había traído un regalo, buscó en el bolsillo de su remerón y retiró una pequeña plaqueta, con un cable y un tomacorriente de color blanco.
–Lo compré en el Once cuando venía para acá. Yo ya tengo uno y es una maravilla. A vos te va a venir genial. Bah, no sé, viéndote ahora, quizá te haga peor.
Me preocupé.
–Tranquilo. Yo sé que te va a encantar.
Entonces, después de enchufarlo, apretó un botón rojo que sobresalía de la plaqueta y de pronto apareció un McGyver de tamaño natural, con camisa, pantalones de jeans, chaqueta de cuero y lentes espejados.
–Hola, mi nombre es McGyver –dijo McGyver.
Nos miramos.
–¿No es genial?
–No entiendo nada.
–Decile que haga algo.
Recorrí el departamento con la mirada y finalmente dije:
–Arreglame la lamparita de aquel velador.
McGyver permaneció inmóvil.
–Me parece que no anda, Cami.
–No, le tenés que decir McGyver, de otro modo no entiende a quién le estás hablando. Es de Once, acordate.
–Ok. McGyver… ¿Me arreglás la lamparita del velador?
Entonces McGyver hizo su gracia: abrió la sombrilla de la lámpara, sacó la bombita, sopló el sulfato, luego sacó un clip de metal y lo introdujo por la abertura. Cuando volvió a colocar la bombilla y encendió el velador, la luz, como un abanico, se esparció por todo el ambiente.
–¿Qué me decís? –dijo Camila, orgullosa.
–¡Me mata!
–Decile gracias a McGyver y dame un beso a mí.
–Gracias, McGyver –y le di un beso en la mejilla a Camila.
–¿Y si lo mandamos a comprar uvas? –pregunté, entusiasmado ante las innumerables posibilidades que me abría mi nuevo McGyver personal.
–No, no, él no se puede mover más allá de un radio de 10 metros del aparato. Y en general gasta mucha batería. Es una aplicación nueva. Por lo pronto que te ordene todo. Bueno. Me tengo que ir. Chau.
–Chau –dije y crucé las manos detrás de mi nuca.
Durante dos semanas mi convivencia con McGyver fue perfecta: no solo ordenaba y limpiaba, sino que cocinaba, tapaba agujeros y arreglaba mis cañerías obstruidas por cientos de pequeñas porquerías. Pero una tarde llamó por teléfono la reina Camila para pedirme un favor: necesitaba de McGyver por un par de días.
–¡Estás loca! ¿Quién me soluciona todos los dramas de mi vida? –le respondí.
–Por favor, el mío se rompió y en Once están secos. No se consigue por ningún lado y parece que el fucking gobierno los trabó en la aduana. Por favor, por favor, por favor –replicó Camila y yo nunca supe muy bien cómo decirle que no a una mujer desesperada.
–Está bien –concedí, y agregué–. Pasá a buscarlo, pero decime para qué lo querés.
–Damiano me dejó… –respondió y yo no quise preguntar más nada.
Cuando Camila me lo devolvió, y tuve que insistir bastante, McGyver ya no era el mismo. Mi pequeño genio electrónico que antes cumplía todos los deseos del confort y el bienestar se demoraba en aparecer, a veces se distraía y no hacía nada bien. Una vez, para arreglar la suela de una pantufla, usó una engrapadora. Otra, para enmarcar el facsímil de un cuadro, lo pegó al marco con manteca. Por motivos obvios, dejé de pedirle cosas.
Una tarde, cuando me desperté de una siesta, al verlo atareado delante de una olla, le pregunté:
–¿Me podés explicar qué mierda estás haciendo, McGyver?
McGyver se dio vuelta.
–Mondongo boreal –me dijo, con un tono neutro que no le conocía.
En pleno verano y con 32 grados, McGyver había decidido cocinar un mondongo. Era el colmo. Comprendí que eso ya no daba para más.
–McGyver, ¿mondongo boreal? –pregunté, como un retardado.
–Mondongo boreal –susurró y continuó, como si mi presencia lo estorbara, revolviendo con una cuchara de madera.
Cuando estaba por apagarlo, me asomé al mondongo. Despedía un tufo caliente y burbujeaba. Aspiré con fuerza: el aroma era penetrante pero muy rico.
–Mirá fijo –comentó McGyver.
Lo hice y vi haces de luz violetas y dorados que salían de la olla y parecían repiquetear en el techo, como pedazos luminosos de atmósfera. Entonces McGyver me cedió el cucharón, lo remojé en el mondongo boreal y me lo llevé a la boca.