9.10.14

La fiesta de la insignificancia, de Milan Kundera

La fiesta de la insignificancia, de Milan Kundera
Tusquets, Buenos Aires, 2014


Stalin reúne a la cúpula de figuras la URSS (Jruschov, Breznhev, Kalilin, Molotov y los demás) y cuenta una anécdota: cierto día sale a cazar con su escopeta, camina trece kilómetros, descubre que en un árbol hay veinticuatro perdices y que solamente tiene doce balas. Entonces mata doce perdices, regresa a buscar doce municiones más, vuelve al árbol otra vez y caza a las perdices que quedaron. Los políticos lo miran azorados. Se horrorizan al descubrir en el líder indiscutido una figura triste, mentirosa, decadente, y ven venir una era nueva. Lo que no comprenden es que Stalin los está provocando, que está haciendo una broma. Y sin embargo tienen razón: la muerte de Stalin señala una era nueva: la era postbromas.
La fiesta de la insignificancia no se centra en ese cuento, que de algún modo atraviesa toda la novela y le otorga sentido. Es un recurso que Kundera conoce perfectamente y con el que viene trabajando desde hace décadas. No defrauda a sus seguidores: una vez más se vale de historias de la Historia, de conceptos, de debates filosóficos y preocupaciones existenciales para darle vida a un puñado de personajes que se mecen en una trama llena de deus ex machina, en la que Kundera cumple el rol de demiurgo consciente y juguetón.
Es cierto: Kundera está viejo. Tiene ochenta y cinco años y repite, y su libro nuevo no tiene la frescura de otras épocas. Pero qué placer leerlo una vez más, encontrarse con historias que son excusas para hablar de la soledad, el amor, la muerte, el sentido del humor, el erotismo, el cuerpo propio, el paso del tiempo, los padres, los amigos. Alguna vez escribió que el único sentido de ser que tiene una novela es que explore un pedacito de la condición humana, y La fiesta de la insignificancia cumple su premisa a rajatabla.
Ojalá siga sin ganar el Nobel, pero se quede escribiendo veinte años más. Y si no lo hace, si esta es su última novela, entonces vamos a poder decir con envidia que debe ser de los pocos escritores que pudieron cerrar su obra de la misma manera en que la empezaron, después de dar un rodeo enorme: hablando de las bromas y de cómo nuestro exceso de seriedad nos lleva a no estar preparados para entenderlas. Es la manera que él encuentra para explicar, al menos en parte, algunas cosas del devenir de la historia, de la literatura, de la manera en que los hombres sufrimos y gozamos cada día.

Nicolás Hochman

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