La
Fiesta
Texto: Tomás Downey / Imagen: Horacio Petre
Salgo del
baño. Acabo de largar un vómito negro y espeso en el bidet mientras José y
Lucho se bañaban juntos. Creo que se estaban haciendo la paja el uno al otro
pero puede que me lo haya imaginado. Las cosas suceden como a kilómetros de
distancia y me llegan con delay. Es como si todo
esto pudiera estar pasando. O no.
Cuando entro
al comedor veo que un grupo de pibes a los que les veo cara conocida juegan con
el ventilador. Uno se cuelga de las aspas y el otro lo prende. El motor
arranca, da media vuelta y el que estaba colgado cae al piso llevándose consigo
un pedazo de techo. Los cables disparan un par de chispazos y se corta la luz y
con ella la música. Antes de que el caído atine a sacarse el ventilador de
encima ya tiene a cuatro flacos disfrazados de superhéroes pateándole la
cabeza. Recién aflojan cuando el que tiene el trajecito de Batman le aplasta su
borcego en medio de la cara. Parece que lo mataron, o casi. Pero enseguida
alguien levanta la térmica, la música empieza a explotar de nuevo y todos se
olvidan.
Me recuesto en
un rincón y cuando abro los ojos es de día y hay mucha más gente que antes. El
comedor está lleno. A la mayoría no los conozco. Atravieso el pasillo
llevándome puestos a todos los que se cruzan por mi camino. Entro a mi cuarto.
Hay tres chicas sentadas en la cama y dos pibes en el piso. Están hablando. Me
quedo en la puerta y escucho. Una de las chicas dice que a Kurt Cobain lo mató
la CIA porque había descubierto el lado B del american way of life y se lo estaba mostrando a toda una
generación. Uno de los chicos, un rubio de pelo largo, asiente.
-Obvio -dice
el muy boludo. Y sacude la melena como si estuviera en una publicidad de
shampoo.
Entro y
empiezo a revisar los cajones. Sé que ayer, o quizás hace más -¿hace cuánto
están todos acá?-, dejé algo de porro en algún lado. Las chicas me miran, les
sonrío a las tres.
-¿Alguien
tiene un faso? -pregunto.
Nadie dice
nada.
-Es mi casa.
Yo vivo acá… -insisto.
Se miran entre
sí. El rubio asiente.
-Yo tengo
-dice. Y lo saca del bolsillo. Lo prende y después de darle unas pitadas se lo
pasa a una de las chicas. Esa se lo de a la de su derecha. Y así. Golpeteo el
piso con impaciencia. Siguen diciendo estupideces.
-Con Lennon lo
mismo -dice uno de los pibes. Y los cinco asienten con solemnidad. De repente
uno estornuda y todos se empiezan a reír. No tengo la menor idea de qué.
Cuando el
porro me llega está por la mitad. Lo agarro y salgo del cuarto. Escucho que me
llaman, pero también escucho a mamá llorando y no hago nada.
Me lo fumo en
la cocina mientras como un pedazo de pan que encontré en el piso, detrás del
tacho de basura. Cuando se me termina prendo un cigarrillo y enseguida me dan
ganas de cagar.
Entro al baño.
Hay un pibe durmiendo en el piso. Me siento en el inodoro y lo miro. Es
pelirrojo. Es el primer pelirrojo que conozco en mi vida y por eso, supongo, me
cae simpático. De repente entra otro. Lo sigue una chica. A mí me da un poco de
pudor, pero a esta altura no puedo parar. El que acaba de entrar -creo que va
al colegio- agarra al que está en el piso y le empieza a pegar en la cara con
el puño cerrado. El colorado no reacciona. La chica le grita que pare y le pega
trompaditas en la espalda.
-Che, aflojá
-le digo. El pelirrojo, ahora, es mi amigo.
Como no me
escucha me subo los pantalones, me paro y lo empujo. Cae de culo. Lo empiezo a
patear hacia fuera del baño y cuando ya tiene medio cuerpo afuera me ayudo con
la puerta. El boludo trata de poner una mano pero le cierro la hoja sobre los
dedos y escucho un crujido extraño. Supongo que es el sonido de sus huesos
quebrándose. El ruido me vibra en la cabeza y por un segundo me quedo quieto,
escuchando. Cuando se apaga quiero oírlo de vuelta pero cuando miro hacia abajo
veo que ya sacó la mano y se arrastra hacia atrás por el pasillo. Cierro y
pongo la traba. Me saco toda la ropa (no me cambio hace días y todo huele a
suma de excreciones fermentadas) y la dejo en el bidet.
Cuando termino
de cagar me limpio el culo y me pongo mi bata de toalla azul francia. Después
de lavarme las manos me aseguro de que el colorado esté bien. Cuando lo sopapeo
abre un ojo -el otro lo tiene negro e hinchado- y me mira. Levanta apenas la
cabeza, asiente y la vuelve a apoyar en el piso. Pero el ojo queda abierto. Lo
palmeo en el hombro y salgo.
Al final del
pasillo veo la puerta. Quiero agarrar para el otro lado, ir para el comedor.
Pero algo me arrastra y camino despacio, poniendo un pie delante del otro como
si jugara al pan y queso.
Me arrodillo
sobre el parquet y acerco el ojo a la cerradura. La veo exacta, centrada en el
contorno. Está sentada en la cama, bien derechita, mirando la pared con los
ojos muertos. La cara de cautiva le sienta perfecto. Ahí dentro tiene total
libertad para jugar su papel de virtuosa. Mamá, la sacrificada, la víctima.
Cuando le pedí
que se fuera, que me dejara la casa por una noche para hacer la fiesta, se
encerró sola en el cuarto y me pasó la llave por debajo de la puerta. Cuando le
abrí y le pedí que no fuera tan dramática se arrodilló, extendió las muñecas y
me dijo que si quería podía atarla.
Apoyo las
manos sobre la puerta y susurro tan bajo que no me escucho ni yo mismo:
-Ya sé lo que estás pensando, siempre sé lo que vas a decir. Y sí,
es un gesto vacío. Y sí, somos un montón de estúpidos. Borrachos, totalmente
descontrolados. ¿Cuál es el problema con eso? Tanta energía desperdiciada en
quejarte… Si es todo lo mismo, ma. Si el mundo se viene cayendo a pedazos desde
que es mundo. Lo importante es hacer algo. Cualquier cosa. Y yo al menos me
animo, ¿no? Eso debería valer algo. Yo no quería esto, mami. Pero ahora es
tarde para todo.
Cuando me
levanto me duelen las rodillas. Apoyo la frente en la hoja de madera y respiro
hondo. Cuando vuelvo al comedor alguien me pasa una botella de cerveza y todo
empieza de nuevo.
De repente es
de noche. No sé cuántos días pasaron. Quiero salir. Necesito moverme. Agarro
una botella de vodka de la mesa y me acerco al sillón. Derramo el alcohol sobre
los almohadones. Todos me miran. Alguien corta la música.
Levanto una
mano, todos me miran en silencio con los ojos brillosos. La bajo con gesto
teatral y todos empiezan a gritar.
Y le prendo
fuego a todo.
Los vidrios
estallan y el departamento se vacía. Bajamos juntos, corriendo por las escaleras.
Algunos se ríen, otros lloran de miedo. Una chica se tropieza y otras dos, que
van de la mano, la pasan por encima. La que cayó rueda por los escalones y
cuando llega al rellano se levanta y se acomoda la ropa. Tiene la muñeca
derecha totalmente doblada hacia atrás. Se la mira como hipnotizada, con los
ojos muy abiertos, y cuando paso por al lado me la muestra. Le sonrío y
seguimos corriendo hacia abajo.
Cuando
llegamos a la calle la gente se empieza a amontonar. El fuego arde en el último
piso y el edificio parece un fósforo gigante.
Enseguida el
incendio empieza a esparcirse en todas direcciones. Nosotros gritamos cada vez
más fuerte y pareciera que el sonido de nuestras voces alimentan las llamas. El
cielo se ilumina y todo se vuelve naranja. Veo a un grupo de pibes que
estrellan un tacho de basura contra una vidriera. Otros saltan arriba de un
auto. Tres chicas corren desnudas por la calle, gritan a coro:
-¡Revolución
sexual, mi cuerpo es mío y de nadie más!
Saco la
llavecita del cuarto de mamá del bolsillo de mi bata y me quedo mirándola. Un
grupito de unas diez personas se me acerca.
-¿Y ahora
adónde? -me pregunta uno.
Me encojo de
hombros. Todos se me quedan mirando.
-Para allá
-digo, señalando una esquina al azar.
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