10.1.13

El combo-cajita de las identidades, de Marcelo Figueras y Leticia Paolantonio


El combo-cajita de las identidades
Texto: Marcelo Figueras / Imagen: Leticia Paolantonio
Publicado en Casquivana 5: www.casquivana.com.ar

No sé por qué suele hablarse de identidad, así en singular. Somos más bien un combo-cajita, dentro del que se articulan múltiples ingredientes. Ni siquiera se trata de capas que se apilan armoniosamente, como en una hamburguesa o una torta.
A menudo los ingredientes son contradictorios entre sí. Todavía recuerdo el extrañamiento que me produjo la visión de “Expreso de medianoche” durante la dictadura. Asimilar que el guardia que torturaba al pobre Billy Hayes podía ser, al mismo tiempo, un padre tierno con sus hijitos, me costó un buen trabajo. Fue mi manera de registrar la contradicción que vivíamos fuera del cine, aquella que juraba que Videla era un hombre de familia hecho y derecho al tiempo que, más allá de los confines de hogar, se comportaba con tantos como Saturno devorador. Dos elementos disonantes agregan sazón a una personalidad, como los ojos bicolores de David Bowie. Dos elementos antitéticos pueden constituir la marca de un monstruo.
En términos físicos seríamos la resultante de un tironeo que se verifica a diario, entre nuestras muchas máscaras: lo que somos como profesionales, como hijos, como padres, como parejas, como amigos, como ciudadanos. La mayor parte de la gente se aferra a su máscara más exitosa, y desde allí trata de relacionarse con el mundo. Lo cual constituye una receta para el desastre, porque ignora que las identidades no son intercambiables, ni valen lo mismo en las distintas parcelas de nuestro (micro)universo: el artista adorado suele no comprender por qué su familia lo ignora o menosprecia.
Se trata de un equilibrio inestable, ya que todo el tiempo estamos desplazándonos (lo queramos o no) hacia otra estación de nuestro derrotero. Con cada nueva edad nos vemos obligados a redefinirnos. Los senderos se bifurcan ante nuestros pies de tal modo, que ponen a nuestro alcance una pluralidad de posibilidades lógicas. Esto es lo que intentan explicar ciertos científicos, como Hugh Everett y David Deutsch, cuando hablan de multiverso: los caminos virtualmente incontables que dependen de cada decisión personal lo tornan (casi) todo posible. ¿O no es probable que al adolescente más jocoso y despreocupado pueda esperarlo un futuro de adulto deprimido?
Por supuesto, la palabra operativa aquí es casi. No se nos ofrecen todas las oportunidades, porque estamos condicionados por ciertas circunstancias: el tiempo en que nacimos, nuestra cultura, la familia, el amor, la Historia con mayúsculas. Pero dado este setting, las decisiones que vienen a nuestro encuentro siguen siendo más ricas de lo que solemos creer, a partir de nuestra impronta judeo-cristiana y por ende fatalista. Hasta en medio de una guerra, o limitados por la pobreza, conservamos unas fichas –o para ser preciso: una posibilidad creativa– que es todo lo que necesitaríamos para dar vuelta el juego del porvenir. En esencia se trata del mismo mensaje sobre el libre albedrío que tantas religiones y filosofías han propalado (algunas, eso sí, temerosas de sus consecuencias últimas. Parafraseando a Orwell: todos los hombres somos libres, pero algunos deberíamos serlo más, o menos, que otros).
Sólo que ahora no dependemos ya de puras especulaciones. Los científicos se están aproximando a probarlo con sus herramientas específicas.
Existe un universo dentro del insondable que habitamos donde nunca escribí este texto. Y otro donde no creo exactamente lo que aquí afirmo. Y otro...
Pocas cosas más alentadoras que la ciencia suscribiendo nuestras intuiciones como legos. Por deformación profesional yo creo que cada persona actúa respecto de su propia vida (¡lo sepa o no!) como un narrador. Y aunque no muchos cuentan con aquello que nuestras culturas definen como talento (un concepto aristocratizante, y en consecuencia equívoco), todos venimos a este mundo con el talento democrático de escribir nuestra propia historia. O al menos de reescribirla. O de arriesgar un borrador.
La identidad es –las identidades son– una construcción humana. Como cualquier artista, tomamos los elementos de que nuestra existencia nos proveyó para intentar crear algo distinto a partir de esos materiales. Los artistas de profesión tienen la ventaja de estar más familiarizados con el juego de máscaras que la vida presenta; pero ni siquiera eso les garantiza un pasar libre de tormentos, o módicamente feliz. Demasiada gente ha asumido el dictum de que venimos a este mundo a sufrir. Si cada vez más gente entendiese que vivir no es necesariamente una condena, y que las cosas dependen más del deseo o de la imaginación de lo que les habían permitido creer, este mundo (¡este universo micro dentro del multi!) sería mucho más amable.
Algunas señas de nuestra identidad las resolvemos sin dolores de cabeza. Yo sabía desde chico, por ejemplo, que quería contar historias. Pero esa certeza fue tan sólo la piedra basal de una catedral que se construyó sobre dilemas. ¿Novela, comic, cine, TV? ¿Academia o pulp fiction? ¿Hambre o futuro? Preguntas que nunca me angustiaron, desde que entendí que esa construcción constante era parte de la gracia de la vida. El de la(s) identidad(es) se parece a un juego de simultáneas de ajedrez, donde todo se arriesga al mismo tiempo mientras la suerte de un tablero repercute sobre otros. Por eso descreo de la noción de crisis asociada a este asunto: porque la identidad es inexorablemente una materia fluctuante, plástica, que nos presenta a diario la misma, elemental alternativa.
La moldeamos o nos moldea. Por acción u omisión, todos jugamos (o nos rendimos) a este juego.
Días atrás pasé tres horas disfrazado de Batman. Me cagué de calor. Es duro ser un héroe. Lo hice a gusto porque mi hijo Bruno (sí, sí, así se llama: no pregunten) estaba resplandeciente. Esto era parte de lo que esperaba, lo que me sorprendió fue otra cosa. Los amiguitos de Bruno no se me acercaban en carácter de padre ni de anfitrión ni de ridículo profesional: me interpelaban, más bien, como si fuese en efecto Batman. Y por ende me reclamaban justicia. Nico Equis le había robado un juguete a su dueño legítimo. Pauli Zeta no dejaba de colarse en la fila. Entendí allí que podía jugar creativamente con las máscaras que vestía en aquel momento. Y sin dejar de ser el papá de Bruno, ni uno de los anfitriones (ni un ridículo, por cierto), podía ayudar a cimentar en esos enanitos la idea de que la justicia, por módica que sea la que está a nuestro alcance, no tiene por qué ser un imposible.
Si tan sólo empezásemos a comportarnos más decididamente como autores de nuestras historias...




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