El corazón de la manzana
Texto: Ricardo Romero / Ilustración: Daniel Montero Galán
Un poco así, entre inconclusa y errante, es la propuesta de Callejeras. Esta sección, que inauguramos en Casquivana2, busca modelar con palabra, ese deseo latente, atravesado por las contingencias, que es Casquivana. Entonces, surgió la idea de un juego, ni original ni primero, la versión adulta del tomala-vos-dámela-a-mí. Un juego, casi podría decirse infiel. Una novela que pasará, capítulo a capítulo, noche tras noche, por la mano de distintos escritores. Algunos buscados, otros sugeridos. Todos bienvenidos a continuar con este primer capítulo de Callejeras, que inicia Ricardo Romero. Si sos vos quien quiere seguirla, escribinos.
1.
El principio del día era el dolor en los huesos. Eso había decidido, porque después de ochenta años creía tener el derecho a determinar a su antojo cuándo empezaban y cuándo terminaban las cosas. Aunque los ojos se le abrían indefectiblemente antes de que la primera claridad se mostrara por la ventana, alrededor de las cinco y media de la mañana; aunque se quedaba una hora y media con los ojos abiertos mirando cómo la habitación cambiaba a medida que la claridad crecía (y ése era el único sueño posible, el único entramado onírico que le quedaba luego de un sueño vacío de imágenes); aunque a la siete en punto oía entrar a Magdalena al departamento, bufar un poco y desplegarse por la casa hasta el momento de entrar en la habitación y despertarlo (y él cerraba los ojos para dejarse despertar, siempre de cara al techo); aunque luego le costara levantarse y demorara siempre buscando las pantuflas, el día no comenzaba hasta que un hueso se decidía a chillar. Nunca sabía en qué momento iba a ocurrir. Podía ser ante el primer esfuerzo para erguirse en la cama o ponerse de pie, podía ser más tarde, ya en el baño, mientras se lavaba los dientes, durante el desayuno o cuando luego volvía a la pieza para vestirse, en el momento de calzarse los mocasines, o incluso podía demorarse media mañana y sacudirlo mientras leía o hacía que leía, sentado en su sillón favorito, aletargado por el ir y venir de Magdalena en el departamento, limpiando, ordenando y cocinando. Pero hasta que algún hueso cualquiera no doliera él sentía que el día no había comenzado. Por eso esa mañana se sorprendió al sentirse requerido.
–Se olvidó de sacar la basura, don Antonio.
–¿Qué?
–Que se olvidó de sacar la basura.
De todas las tareas del hogar, ésa era la única que le correspondía a él. No era un capricho de Magdalena, mujer de formas ampulosas y movimientos medidos que hubiese considerado el antojo como un gasto de energía innecesario: si había que sacar la basura, ella la sacaba, si no había que hacerlo, no lo hacía. Era una disposición de él, algo que le quedaba de alguna de sus vidas pasadas, no sabía si de la infancia, de sus años de soltero empedernido o de alguno de sus tres matrimonios. Sacar la basura. Salir del departamento, encender la luz, recorrer el tramo de pasillo hasta lo que alguna vez había sido la boca del incinerador y ahora era un cuartucho maloliente, dejar la bolsa y retirarse llegando indefectiblemente después de que la luz del pasillo se apagaba. Era su excursión diaria. El momento para respirar un aire distinto al suyo, aunque fuera el aire de un pasillo desmejorado en un séptimo piso de un edificio que nunca había conocido épocas mejores.
Don Antonio levantó la cabeza del libro que estaba leyendo y miró a Magdalena arqueando las cejas.
–La basura don Antonio, ¿quiere que la saque?
No, no quería, y tampoco quería que le siguiera repitiendo que no había sacado la basura como si no entendiera. Su desconcierto venía de otra parte. Él recordaba, estaba seguro de haberla sacado la noche anterior. Podía tener ochenta años, arrastrar los pies y no hablar mucho, pero eso no quería decir que no pudiera recordar. Al contrario, su memoria era perfecta y detallista. Él había sacado la basura. Pero como los años que lo habían vapuleado le habían dejado algunas cosas a cambio, no intentó contradecir a Magdalena. Tal vez había sacado la bolsa equivocada. Siempre había demasiadas bolsas en la cocina.
–No gracias, Magdalena. Si ya terminó con la comida puede retirarse. Yo la saco más tarde.
Media hora después don Antonio estaba solo en el departamento. Era ya cerca del mediodía y la luz del sol caía a pique sobre el corazón de la manzana. A don Antonio le gustaba mirar por la ventana del living el corazón de la manzana, no porque hubiera algo especial ahí, sólo un techo lleno de escombros y algunos gatos sagaces cazando palomas, sino porque se llamaba corazón de la manzana. Si tenía fuerzas y era capaz de terminar la novela que tenía empezada desde hacía varios meses, le pondría de título “El corazón de la manzana”, aunque esa expresión no tuviera nada que ver con lo que ocurría en la novela. Pero era una frase tentadora. Era un título excelente de lo malo que era. Don Antonio rió un rato, sin demasiada convicción. Estaba en una de esas etapas en las que su única relación entusiasta con los libros era armar peligrosas torres sobre la mesa del comedor. Una especie de jenga solitario. Se resignó, también, sin demasiada convicción, y se dispuso a resolver el misterio de la basura.
Fue hasta la cocina y constató, efectivamente, que la bolsa todavía estaba ahí. La intriga entonces se centraba en la bolsa que había sacado el día anterior. Podía esperar hasta la noche, que era el horario permitido para sacar la basura. Sabía que el portero sólo pasaba día por medio y lo que fuera que hubiese sacado todavía estaría ahí. Recordaba que era una bolsa pequeña y liviana, porque a pesar de que en su trajinar diario don Antonio apenas producía algunos saquitos de té y sobras de comida, él se empecinaba en sacarla todos los días. Un día no era un día si no dolía un hueso. Un día no era un día si no sacaba la basura. Estaba ya encaminado hacia la puerta del departamento cuando lo asaltó la pregunta. ¿Entonces qué clase de unidad temporal había tramado sacando una bolsa que no era basura, y cuál estaba provocando ahora, que sacaba una bolsa sabiendo que a la noche sacaría otra? Decidió pensar en eso después. Tenía toda la tarde para hacerlo.
Abrió la puerta despacio, tratando de que las bisagras no sonaran. Quería evitar, a toda costa, cualquier posible encuentro con los vecinos. De los otros tres departamentos del piso había uno deshabitado, y en los otros dos vivían mujeres de mediana edad. Una de ellas recibía hombres en su casa a toda hora, la otra, la única que había leído alguno de sus libros, o al menos eso decía, era la más temible: una docente jubilada que daba clases particulares.
Demoró unos segundos en encender la luz tratando de encontrar una diferencia en la penumbra del pasillo, algo que lo distinguiera del que solía recorrer al anochecer, pero le pareció idéntico. Encendió la luz y avanzó. Al pasar junto al ascensor, sobre la puerta metálica cerrada, volvió a leer el precario cartel escrito a mano: “El ascensor se encuentra descompuesto. Use las escaleras”. Lo había visto la noche anterior y no le había prestado atención. Hacía más de tres meses que no salía del edificio, desde su última visita al médico para un chequeo, y por lo tanto no le pareció que ese mensaje estuviera dirigido a él. Pero ahora un malestar lo invadió, algo impreciso que lo acompañó hasta el incinerador, mientras revisaba las bolsas de basura para encontrar la que había dejado por la noche. Efectivamente se había equivocado de bolsa. La que había sacado contenía el último rollo de papel higiénico que le quedaba. Tendría que avisarle a Magdalena que había que comprar más. Dejó la bolsa correcta y con el papel higiénico en mano volvió a su departamento. Al pasar junto a la puerta del ascensor, se detuvo. Leyó el cartel otra vez. Apoyó el oído para escuchar, se asomó por la rendija para ver. No se escuchaba nada y todo era negro. ¿Cuánto tiempo estaría así? ¿Es que en el consorcio nadie pensaba en quienes no podían bajar escaleras? Se indignó, se mareó. Fue pensar eso y sentir, primero en la planta de los pies y después en el resto del cuerpo, la imperiosa necesidad de bajar, de salir. La luz del pasillo se apagó y la escalera relució en la penumbra. Estaba el papel higiénico en las manos y la puerta entreabierta del departamento. Eso lo detenía. Pero entonces los huesos le dolieron y el día comenzó inexorablemente.
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