20.12.11

El corazón de la manzana 2

El corazón de la manzana 2
Texto: Ariel Bermani | Ilustración: Joaquín Paolantonio

Entró, con el rollo de papel apretado contra el pecho, sin abrir del todo la puerta, girando para entrar de costado y cerrando la puerta a sus espaldas, con el pie, despacito. Nada de ruidos, nada de llamar la atención.
El dolor de huesos era lo más parecido a la vida, en la vida de Don Antonio. Le devolvía, apenas, un  fueguito de la sensación, tal vez perdida ya, de que algo estaba latiendo todavía en su cuerpo. Si los huesos chillaban, era porque todavía estaban ahí. Ahora que todo lo demás se le fue, el dolor era, al menos, una señal.
No hizo girar la llave en la puerta, no guardó el papel higiénico en la alacena del baño. Caminó lento hasta su sillón y se dejó caer, estirando las piernas. El papel sobre el pecho y los ojos cerrados.  El almuerzo, que todos los días prepara Magdalena, con poca sal y poco esmero, estaba lejos, en la cocina. Don Antonio sabe que en algún momento se levantará del sillón para calentar en el microondas lo que esa mujer con poca sal y poco esmero le ha preparado. Pero es temprano todavía. En otra época le gustaba tomar una medida de whisky  a la mañana, antes de prender el primer cigarrillo, para que la sangre circulara con más velocidad por el cuerpo.  Después, salir  a la calle era otra cosa. Las imágenes se agrandaban y a él le entraban ganas de correr los riesgos necesarios. Ahora, si toma whisky, incluso si toma algo más suave, cerveza, por ejemplo, automáticamente se queda dormido.  
Sin abrir los ojos, sacó el papel de la bolsa y empezó a abrirlo. Primero lo desenvolvió y le buscó la punta, con la yema de los dedos. Después lo hizo rodar sobre el piso, quedándose con un poco de papel en las manos. El papel se estiró, fue ocupando una zona amplia. Recién en ese momento abrió los ojos y la saliva -un poco de saliva- le salió por la comisura de los labios. Siempre quiso saber si realmente había setenta metros de papel higiénico enrollado.  Ahora necesitaba encontrar un metro. Se acordó que tenía uno, en alguna parte. Tal vez en la caja de herramientas. Pero dónde estaba la caja de herramientas. En los últimos años, su relación con esa caja fue efímera, para no decir inexistente. Pero necesitaba un metro. Pensó, incluso, en levantarse del sillón y salir al pasillo. El encuentro con alguna de las mujeres del piso no sería lo más adecuado, pero supo también que no podía seguir así, sentado, mirando el papel higiénico en el piso, sin saber dónde estaba el metro. Si todavía conservaba algo de coraje, tenía que salir, tocar uno de los dos timbres posibles, pedir ayuda. La docente jubilada, en realidad, no le parecía la primera opción. La otra mujer, la que recibe hombres, tal vez podría ser la adecuada. Alguno de los hombres, por qué no, podría tener un metro en el bolsillo del saco o en un bolsillo del pantalón. La cuestión se podría resolver si le abrían la puerta, si él lograba explicarse con propiedad, si la mujer no lo tomaba por loco, si alguno de esos hombres se mostraba predispuesto a ofrecer el metro. Pero también podía esperar hasta la mañana siguiente. Magdalena debe saber, pensó, dónde está la caja de herramientas. Este último pensamiento lo serenó y decidió, al menos en forma provisoria, continuar así: sentado, las piernas estiradas, el papel higiénico a sus pies.
Magdalena nunca sabe nada, pensó después, enseguida lo pensó. Se acordó de la mañana en que le preguntó a esa mujer dónde estaba su álbum de fotos. Qué álbum, preguntó ella. El mío, dijo él. Cuál. El de mi casamiento. Cuándo se casó usted, preguntó ella, con un poco de malicia en los ojos y Don Antonio sintió deseos de apretarle el cuello con toda su fuerza, no hasta matarla, pero sí hasta que ella perdiera esa expresión estúpida y un poco sobradora con que solía mirarlo. No lo hizo, no le apretó el cuello, pero decidió moderar sus comentarios, no involucrar a Magdalena en sus cosas.
El metro, pensó. Y se paró de golpe. Una pierna, después la otra, un brazo, la cintura girando, todo su cuerpo se puso en movimiento y llegó hasta la puerta del baño. Antes de abrir, un ruido en el pasillo lo detuvo. Ruido de pisadas. Voces. Trató de entender qué decían, tal vez la mujer que recibe hombres en su casa estaba llegando. O era la maestra jubilada la que llegaba. No tuvo mucho tiempo para especular. Los ruidos desaparecieron y él se miró la mano derecha, la mano que había quedado detenida en el aire cuando estaba por abrir la puerta del baño.
Otra vez el dolor de huesos. Como un pinchazo. En la mano. Los dedos quedaron paralizados sobre el picaporte. Y volvieron los ruidos. Algo que parecía una discusión se estaba metiendo en su casa. Una voz de hombre, una voz de mujer, voces un poco graves. Pensó que podría salir -si los huesos se lo permitían- y pedirles un metro. También pensó que esa era la idea más estúpida que había tenido en años. Se imaginó irrumpiendo en el pasillo, metiéndose en el medio de una discusión, para pedir un metro. ¿Y si le preguntaban para qué lo quería? ¿Iba a responderles que lo quería para medir el rollo de papel higiénico?
Lo mejor sería salir a la calle. Estirar el papel y comprobar así hasta dónde llegaba. Poner una piedra en la punta y empezar a desenrollarlo. Setenta y cuatro metros es casi una cuadra. Tres cuartos de cuadra. No sería difícil darse cuenta si llega hasta tres cuartos de cuadra o hasta media cuadra o hasta un cuarto. No podría saberlo con precisión, pero sí aproximadamente, que es casi lo mismo.
Entró al baño, se bajó la bragueta. Mientras orinaba, pensó en lo que estaba por hacer y eso lo distrajo de su ocupación inmediata. El pis le mojó el pantalón y, además de mojar también la tabla del inodoro –que nunca levanta-, cayó al piso, formando un charco. No le importó. Lo pisó, para aplastarlo, pero lo que consiguió fue enchastrar más el piso. Volvió al living sin lavarse las manos, ni mirarse al espejo. Perdió la costumbre de mirarse al espejo, ya casi no se acuerda de su cara. Buscó, con la vista, un abrigo. Se puso un saco. Guardó el papel higiénico en un bolsillo. Ya la discusión se había apagado. Antes de guardar el papel trató de volver a enrollarlo lo mejor posible. No quería desperdiciar ni un centímetro.
Abrió la puerta. No había luz en el pasillo. Sin prenderla, sacó la llave de adentro y la metió en la cerradura del lado de afuera. Cuando iba a cerrar oyó el ruido de otra llave, cerca, y se apuró para volver a entrar. Espió por la cerradura. No vio nada. Seguía oscuro. Mientras sentía que le volvían las ganas de orinar, se dio cuenta de que la llave le había quedado del lado de afuera. 
Si estuviera Magdalena, pensó, le pediría que fuera a comprarle un metro. Sin decirle, por supuesto, para qué. Si se animara volvería al pasillo para hablar con alguna de las vecinas. O con el encargado. El encargado. Le volvió la cara del tipo y entonces se dio cuenta de que había dado con la solución al pequeño problema en el que estaba metido. Abrió apenas la puerta, recuperó la llave, la puso del lado de adentro. Sin quitarse el saco, se apuró hasta la habitación, se sentó en la cama y levantó el tubo del teléfono.  

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