Cuando me di cuenta ya era
tarde
Marcos Crotto
Cuando
me di cuenta ya era tarde en el cementerio, en la mitad del campo. Éramos doce
detrás del ataúd, éramos la estela del hijo de Luis, absurdamente muerto antes
que él.
Avanzaba
Luis con la dureza de su joroba. Iba adelante, el primer pato de la v, sobre el
suelo arenoso, tocando el cajón que empujaban los dos empleados de la funeraria
vestidos con traje y las alpargatas de Luis levantan polvo, las alpargatas de
Luis arrastran dos semanas largas junto a la cama de un hospital de una ciudad
inmensa donde duerme su hijo atado a cables y suero y la mascarilla le trae
aire a su hijo de sentencia, de juez, no de esperma.
Veinte
años atrás el hijo se fue y nunca volvió, ni siquiera cuando falleció su madre,
Rosa, la mujer de Luis (tal vez nunca se había enterado). Pero lo último que
susurró fue que llamaran a ese hombre viejo que lo había adoptado.
Abrieron
la puerta de la bóveda, fresca al atardecer.
—Sólo
hay un lugar—, se sorprendió uno de los trajes.
Sólo
quedaba el lugar de Luis junto a su mujer. El lugar que el hijo le había
robado.
—No
se preocupe Don Luis, a su hijo lo ponemos acá hoy, después le cavamos una
tumba fuera de la bóveda y ahí lo ponemos —dijo el pocero que andaba por ahí y
que se nos había acercado.
Al
pocero Luis lo había conocido apenas había nacido. A todos nos había visto
nacer, Luis, a todos menos a su hijo.
—No,
póngalo ahí, yo después veo qué hago —dijo Luis.
El
ataúd entró en el espacio como la última ficha de un rompecabezas. Fue un
funeral sin lágrimas. Luis tenía los ojos muy azules. Nos miraba, nos esperaba
y no había ningún abrazo que se le acercase. Lo miramos y él nos miraba sin
lástima porque ya era demasiado tarde para todos.
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