El exceso, de Edgardo Scott
Gárgola, Buenos
Aires, 2012
El exceso es una novela cuya trama parece fluir subterráneamente. Está, aunque a
simple vista sólo podamos oír el borbollón, como un río escondido en las
montañas. Se construye con el transcurrir de las páginas, con la aparición de
cada personaje que, poco a poco, va aportando un nuevo afluente y termina
conformando un cauce tan perfecto como nítido. Los personajes son cinco: el
ministro Valle; el custodio Hermida, cuyo monólogo interno es una verdadero hallazgo
en todas sus líneas; Leandro, el hijo del ministro, un pajerito desdeñable; el
cuñado, a quien Scott elige llamar, el “Híbrido”; y Elena, la mucama, quien, en
un modo fragmentario nos presenta a un sexto personaje –su hija–. Las vidas de
los personajes parecen transcurrir como si fueran eslabones rotos. Los
contactos son ínfimos y hasta superficiales. Y tal vez ésa sea la mejor
descripción del mundo donde ocurre todo este exceso: la década de los noventa; más
precisamente, desde la repatriación de los restos de Rosas hasta la debacle
económica de principios del dos mil.
Hay que mencionar, en párrafo aparte, los ensayos de los que dispone
Scott, que van cortando los capítulos,
situándonos, mejor dicho, en ese mundo nefasto donde vive la novela. Esos
ensayos son muestra de, además de la precisión y a veces poesía con la que
están escritos, una mirada crítica y despiadada sobre nuestro pasado más
reciente.
La prosa de Scott está construida con una meticulosidad germánica. Cada
palabra está, porque tiene que estar, aclarar, redondear o machacar alguna idea
o concepto. No hay exceso en la prosa, fluye con el aplomo de Mann; Scott
repite y agrega densidad al texto, dejando, como la borra del café al fondo de una
taza, reminiscencias de Bernhard. Y tiene, quizás la cualidad más interesante,
una prolijidad semejante a Sebald, que logra hacernos avanzar a través de la
novela a un ritmo feroz cuando todo parece ser parsimonia. Una analogía
interesante sería comparar el andar de un Saab que a 300 km por hora no produce
la más mínima vibración y los pasajeros pueden recostarse y disfrutar.
Tal vez, el único exceso sea el de un bellísimo exceso literario.
Yair Magrino
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