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11.10.13

Natalia Zito no sale de su casa sin



No salgo de casa sin
Natalia Zito

No salgo de casa sin mis audífonos, no puedo salir sin ellos, mi ex mujer se ocupó de que eso se me grabara a fuego. No es que yo los necesite tanto, es que el mundo no tiene mucha paciencia con los que no escuchan. A veces los apago. Es decir, los llevo puestos, nada más. Los que me quieren, los ven y se quedan tranquilos y yo también: ellos ven que los tengo, yo transmito la seguridad de tenerlos, suponen que escucho y en todo caso si no contesto, es que no tengo nada para decir, que asiento o estoy molesto. De todos modos las conversaciones se basan más entre lo que la gente cree que piensa el otro, que sobre lo que dice. Hay gente a la que es fácil adivinarle las palabras que no dicen; mi ex, por ejemplo, tiene dos o tres caras sencillamente traducibles, una de ellas sobre todo.
Lo cierto es que ayer salí sin los audífonos. Me los olvidé. Para un tipo como yo es casi como olvidarme de ir al baño o acomodar los billetes de menor a mayor. Será que llegó ese momento de la vida donde todo puede ser puesto en duda. Entonces salí, lo más campante, sin darme cuenta de que no los llevaba. El día, que pintaba para infierno, se comportaba calmo y silencioso. Iba manejando por la autopista, sereno, hacia la primera audiencia de divorcio. No suelo escuchar música en el auto porque en ocasiones siento que los decibeles suben demasiado y lo que empieza por ser placentero se torna insoportable (casi como el matrimonio). De pronto, un auto se puso a la par, bajó la ventanilla y su conductor articuló una puteada muda. Todo el mundo sabe que la gente cuando maneja exagera la articulación de las puteadas. Incluso, estoy convencido de que si uno estuviera dentro del otro auto, tampoco escucharía. La potencia, en ese caso, está en el movimiento de los labios. Entonces pensé: no tengo los audífonos, estoy yendo a la primera audiencia de divorcio, la clave está en la potencia de los labios.




17.9.13

Franco Torchia tiene un vecino que es una vecina



Tengo un vecino que es una vecina
Franco Torchia

Tengo un vecino, que es una vecina, que pide a gritos que “la saquen”. Cada sábado, cada domingo también, le exige a su “novio”, con quien no convive, ser sacada. “¿Por qué nunca me sacás?”, demanda furiosa. “Sacame, no sé a dónde, pero sacame un poco, ¿querés?”, y llora mi vecina. Llora mucho y su llanto no es sensible. Es árido. Me da miedo. Me separan de ella dos matorralcitos de plantas y un pulmón de edificio intoxicado. Pero nos hermanan la zozobra de los fines de semana y un pasado que me gustaría mucho que fuera común. Sin problemas, podría acompañar a mi vecina en sus esperas, entre los pilotes de papeles que la circundan (además, ella es igual a mi profesora de matemáticas de primer año, y al igual que aquella, su look general descansa feliz en 1981); podría asentir en cada una de sus quejas; no moverme mucho; no hacer referencia alguna a la mugre en la que ama vivir. Mi vecina yace tiesa al lado de su ventilador de mesa: yo cedería a mis germinales ambiciones de refrigeración y permitiría que el ventarrón fuese directo a mi vecina, que de calores sabe; eneros a la tarde en su cuarto compartiría, feliz; detenido en sus ingrávidos 45, feliz; atrapado en sus rencores insólitos; sus odios necesarios; los complots; las expensas y el asedio perpetuo al administrador del consorcio; yo feliz. Las películas dobladas al español entre llamado frustrante y llamado frustrante a él. Seguro que él en verdad no existe, pero yo, obediente, sostendría la leyenda. Entre mi vecina y yo, hay una decisión que me distancia y me aflige: ella no hizo nada por evitar la oscuridad y me tumba la economía cero de su deseo. Como la felicidad no existe, añoro la ley de su menor esfuerzo, porque eso que ella cree que yo soy no es lo mismo que esto que yo sé que ella es. 

Publicado en Casquivana 6: www.casquivana.com.ar

10.9.13

Luis Othoniel Rosa perdió un amor, pero...



Perdí un amor pero
Luis Othoniel Rosa

-¿Lo escuchas? El ruido de las mentiras que escribe el Profesor O sobre nosotros se mezcla con mi sudor y apesta.
-Sí. Estás sudando a cántaros y te ves pálido -le contesta Alice a Alfred.
-Vamos a joderlo. Como él nunca te ha visto. Podrías seducirlo, irte para su casa, y cuando esté dormido, me abres la puerta y le hacemos un número.
Ella se goza un largo suspiro. Sonríe al mirar las oscuras ojeras súbitas de Alfred, y le dice:
-Ya sé. Cuando esté dormido, le inyecto un sedativo, y lo cargamos hasta un bosque y lo hacemos tragar un concentrado fuerte de MDMA y alucinógenos. Despertará y nos verá como si fuera un sueño, y en la locura de su intoxicación, desorientado, buscará una verdad sencilla, una precaria estabilidad en su mundo alucinado, algo sucinto, un lugar común, una frase. Por ejemplo: “estás solo”. Nos hará preguntas, tratará de huir o de abrazarnos, pero nosotros, fríos y malos, sólo repetiremos esa frase: “estás solo, Profesor O, estás abismalmente solo”. Luego le volvemos a inyectar el sedativo y lo cargamos de vuelta a la cama, y cuando despierte esa frase se quedará con él, y pasará años descifrándola, pensará que hay un malvado encantador que lo ha atrapado en esta realidad de fantasmas, o que hay un encantador bueno tratando de guiarlo hacia alguna verdad compleja, y llegará la paranoia, y todos serán testigos de su caída, y nadie volverá a leer lo que escribe, y se matará para despertar de su sueño.
-¿Y si cuando despierta y te cuenta sus locuras sucede lo inesperado, y su paranoia transmuta en estética, y dimensiona impredecible, y terminas creyéndole todo, y lo amas, y dejas de ser tú, y te pierdo para siempre, mi encantadora encantada?
Ahora es Alice la que suda frío. Se desnuda, no para Alfred, sino porque la ropa está mojada y tiene calor.
-Bueno.

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29.8.13

Dónde estaría Gilda Manso hoy si



Dónde estaría hoy si
Gilda Manso

Cuando me propusieron escribir esta columna lo primero que me vino a la mente fue un viaje a San Luis que hice hace unos meses. Mejor dicho: me vino a la mente el regreso a Buenos Aires: llegué al aeropuerto y me acerqué al mostrador a buscar mi pasaje. El hombre que atendía me pidió mi DNI; luego llamó a otro hombre y hablaron por lo bajo unos instantes. Chequearon unos datos en la computadora. Hablaron unos instantes más. Finalmente, el hombre me devolvió mi DNI junto con un pasaje en primera clase: el último pasaje que quedaba. A continuación, convocó a los pasajeros que estaban en la fila detrás de mí y les informó que el vuelo estaba sobrevendido. Que no quedaban pasajes. Que no habría más vuelos desde San Luis a Buenos Aires por el resto del día. Que les convenía esperar un par de horas, tomar una combi a Mendoza, y ahí esperar el próximo vuelo a Buenos Aires.
Tres horas después de eso, cuando yo ya estaba en mi casa, bañada y en pijama, me pregunté: ¿Dónde estaría ahora si hubiera llegado al aeropuerto un minuto más tarde? Y me sentí, por un momento, la persona con mejor fortuna del mundo.
Al margen de esa anécdota, a veces me parece que toda la vida es uno de esos libros de la serie Elige tu propia aventura: “Si querés adentrarte en el laberinto, andá a la página 34. Si querés quedarte para siempre donde estás, andá a la última página”. Que arriesgás aunque no sepas qué viene, porque si no arriesgás termina todo. ¿Dónde estaría hoy si no hubiese elegido adentrarme en el laberinto? En el final de algo.
Pero salgamos de lo alegórico, que lo que abunda a veces sí daña: ¿Dónde estaría hoy si no me dedicara a escribir? Quiero creer que me las hubiera arreglado para tener una casa en la costa, y que trabajaría de mirar perros en la playa mientras tomo mate sentada en una esterilla.

Publicado en Casquivana 6: www.casquivana.com.ar

28.8.13

Marcelo Luján tiene un vecino que es nuevo



Tengo un vecino que es nuevo
Marcelo Luján

Vivimos en un barrio de los denominados peligrosos. Un barrio de esos en donde la gente no sale de noche porque tiene miedo a que le pasen cosas. Después de cenar, no hay un alma por la calle: ni almas ni coches, ni siquiera ruidos. Ni siquiera ruidos de cosas malas. A veces se oye la sirena de un patrullero y entonces sabemos que alguna de esas cosas malas acaba de pasar. Pero a nosotros no nos importa. Después de cenar, el mundo termina en la puerta de nuestro departamento. Y es ahí donde quiero llegar: a la puerta de nuestro departamento. Más concretamente a la mirilla que tiene la puerta.
Vivimos en el quinto. Los nuevos en el A, nosotros en el B. Tres metros de pasillo separan esta puerta de aquella. Y todas las noches, aunque no haya un alma en la calle, los nuevos empiezan a recibir gente. Suben por el ascensor pero también por las escaleras. Tocan el timbre, esperan unos segundos, la puerta se abre un poco. Y entran. Todos estos extraños personajes entran en el departamento de los nuevos. Entran sin decir palabra. A los diez o quince minutos, salen. Siempre en silencio. Esto sucede después de cenar. Todos los días. Por supuesto veo cada movimiento pegado a la mirilla. Quieto, casi sin respirar. Ayer vi tocar el timbre a una mujer joven con un chico de unos seis o siete años. Ver algo así me alarmó todavía más porque hasta ese momento sólo había visto gente adulta. Por cierto, el chico también entró en silencio.
No sé si vale este dato pero los nuevos hicieron la mudanza de noche, cuando en el barrio no hay ni un alma. Todo muy raro. Mi mujer dice que tengamos cuidado, que podrían ser una secta brasileña. Qué sé yo. Ah: no venden droga, no. De eso estamos completamente seguros porque droga vendemos nosotros. Aunque nunca después de cenar. Vivimos en un barrio muy peligroso. De noche, si te asomás por la ventana, no ves un alma.

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