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16.7.13

"Un ferroviario", de María Inés Krimer y José Villamayor



Un ferroviario

Texto: María Inés Krimer / Imagen: José Villamayor



Plaza de Mayo. Acto por la tragedia de Once. Un año atrás un tren de la línea Sarmiento impactó contra el andén, dejando cincuenta y un muertos y setecientos heridos. Las víctimas estaban en el primer y segundo vagón. Miro las caras crispadas de los familiares. Carteles con los nombres se recortan en el cielo plomizo. Remeras blancas con las caras estampadas. Discursos. Unas horas antes habían prendido velas. Rosas rojas caen sobre las vías.

Papá, a los dieciséis, entró a trabajar en el Urquiza. Aprendió inglés a la fuerza porque su jefe, el míster, siempre estaba borracho. "Papá, contame de la primera locomotora", le pedía yo cuando salíamos a caminar: "Se llamaba La Porteña pero fue construida en la India, de ahí la mandaron a Crimea y luego al sitio de Sebastopol. Al final se la devolvieron a los ingleses y la compramos nosotros. Iba de Plaza Lavalle hasta Flores".

Su obsesión era el ferrocarril. Papá no hablaba de otra cosa. Una vez fuimos a la estación. Me agarró de la mano y caminamos por la vía, dando pasos largos para alcanzar los durmientes. De pronto sentimos un ruido y me obligó a saltar a la plataforma. Papá saludó al conductor de la locomotora apoyando los dedos en la frente y el conductor le hizo la venia. Yo no me atrevía a decir una palabra. Después fuimos a su oficina y consultó una planilla.

Qué raro –dijo–. Venía atrasado.

Años después, cuando él ya había muerto, mientras levantaba su casa encontré unas carpetas azules escritas con su letra prolija. Tomé una y leí: "Huelga de 1961. Se denuncia el pago de ochocientos pesos a los maquinistas para hacer de krumiros".

Esa obsesión lo perseguía. Cuando encendía un Chesterfield yo le decía: "Parecés una locomotora," y él me seguía el juego: "¿Stephenson o Garratt?". Las Garratt eran dos máquinas que se acoplaban una con otra, culo con culo, para tirar con más fuerza.

En 1983 empezó con las cartas de denuncia, dirigidas a la sección de Lectores del diario de Paraná. Una estaba titulada "Que se sinceren los costos, que se diga la verdad", y en un párrafo decía: "A los ferrocarriles los devoraron los transportistas de carga. Mientras los americanos nos inundan con autos y camiones, las empresas ganan con la falta de inversión". Se preguntaba: "¿Qué va a pasar con los pueblos, con la gente?". Encontré el recorte en una de las carpetas.

El sindicato publicó una solicitada denunciando que fabricar un tren de carga costaba lo mismo que cincuenta camiones, y que un tren de ocho vagones valía lo mismo que setenta y cuatro colectivos. Papá lo firmo como secretario general. Dos meses después le notificaron el despido. Mientras seguía con las carpetas, me parecía escucharlo discutir con sus compañeros de oficina, donde se hablaba de privatizar y de que los ferrocarriles eran el cáncer del país. "Los dejan caer para después regalarlos", decía papá, y seguía anotando… "Se clausuraron treinta y siete mil kilómetros de vías, novecientas estaciones y se dieron de baja a sesenta mil agentes".

En la última escribió: "En poco más de tres años, el ferrocarril pasó a manos privadas. Contratistas y cargadores, que durante años se beneficiaron con las tarifas subsidiadas, lo compraron barato, pagando con bonos de la deuda".

Ahora, el acto está por terminar. Los familiares bajan los carteles, empiezan a dispersarse. Miro las espaldas blancas y pienso en lo que dijo el Secretario de Transporte: "Nuestra obsesión es mejorar los ferrocarriles". Y en las rosas rojas, que han empezado a marchitarse sobre las vías.


Publicado en Casquivana 6: www.casquivana.com.ar

26.2.13

"El caminante", de Hernán Ronsino y José Villamayor

El caminante
Texto: Hernán Ronsino / Imagen: José Villamayor

Como en un ritual, cerca de los quince años, mi padre me dijo: “Ahora te toca a vos”. Un sábado a la tarde sacó el Falcon. Y salimos, despacio, por las calles de tierra, buscando los caminos rurales que bordean la ruta 30. Antes lo había hecho con mis dos hermanos mayores. Ahora me tocaba a mí. La tarde estaba soleada. Pero en las cunetas del camino había un poco de barro y agua de alguna lluvia reciente. Mi padre manejó en silencio durante un largo rato. Cuando tomó el camino ancho que lleva al Fogón y, después de cruzarnos con un sulky al que saludó, detuvo el auto. Y se bajó. Entonces, con movimientos complejos, me senté frente al volante. Mi padre subió por la otra puerta y me dijo: “Acordáte. Apretás el embrague y lo vas soltando de a poquito”. Las palancas en el piso eran gigantes. Y no podía reconocer –con claridad– cuál era el embrague y cuál el freno. Era un Falcon 64. Es decir, cuando yo había nacido el auto hacía once años que andaba por el mundo. “Bueno, dale”, dijo. Entonces, cuando quise acelerar, el motor se paró en seco. Después de cuatro veces pude encenderlo –mi padre comenzó a ponerse nervioso–. Me dijo: “Largálo pero despacito”. Y un sacudón brusco nos hizo corcovear. La dirección estaba torcida y si no fuera por la intervención de mi padre –acomodando el volante– nos íbamos de frente a una cuneta llena de agua. “Cuidado, despacito, ¿querés?”, soltó medido pero con un tono de desesperación y bronca. El Falcon era un gigante. Mi padre volvió a decir: “Lárgalo despacito”. Ahora el auto salió en marcha. Mi padre, tenso, decía: “Bien, tranquilo, lleválo así”. El camino de tierra estaba parejo. Me fui soltando y reconociendo el mando del auto. Ahora sabía cuál era el freno. Lo único que no podía incorporar era la lógica del cambio. Todavía eso era imposible. Mi padre movía, cada tanto, la palanca. Anduvimos así de serenos durante unos cuantos minutos. Hasta me permití, incluso, contemplar el campo. El cielo despejado. Pero la ruta 30 se nos vino encima. Y parados en la banquina, mi padre aumentó la apuesta, dijo: “Dale, animáte, no viene nadie”. Subí confiado. Andar por la ruta era un sueño. Una bandada de golondrinas giraba encima del campo de Cura. Mi padre pensó en encender la radio, también hizo un chiste. Así íbamos, distendidos. Hasta que por el espejo retrovisor comenzó a crecer la sombra de un camión Scania. Avanzaba, cada vez más, sobre el Falcon. “Te va a pasar”, murmuro mi padre. No dijo: nos va a pasar. Dijo, te va a pasar. Y eso me puso más tenso. “Lleválo así –me decía– derechito. Lleválo así”. El camión, antes de abrirse para pasar, tocó bocina. Yo tenía las manos tensas sobre el volante. Y sentía de qué modo avanzaba esa sombra. Me inquietaba la magnitud. Entonces, cuando el camión estaba a la par, pasándonos, no sé por qué, apreté el freno y el Falcon tambaleó. Mi padre empezó a gritar. Se tiró encima del volante. Y pudo contralarlo. Igual, casi terminamos hundidos en la banquina. Después, nos quedamos en silencio, respirando, viendo de qué modo el Scania se perdía entre los campos arados. Yo me hice una promesa –que aún hoy, a más de treinta años de ese episodio, respeto religiosamente–, que esa iba a ser la última vez que manejaba un auto. Así me fui convirtiendo, primero en el pueblo, después en la gran ciudad, en una especie de flaneur o, como me llamaban los amigos de la adolescencia, en el caminante.

Publicado en Casquivana 5: www.casquivana.com.ar