Tengo un vecino que es una vecina
Franco Torchia
Tengo un vecino, que es una vecina, que pide a gritos que “la saquen”.
Cada sábado, cada domingo también, le exige a su “novio”, con quien no convive,
ser sacada. “¿Por qué nunca me
sacás?”, demanda furiosa. “Sacame, no sé a dónde, pero sacame un poco,
¿querés?”, y llora mi vecina. Llora mucho y su llanto no es sensible. Es árido.
Me da miedo. Me separan de ella dos matorralcitos de plantas y un pulmón de
edificio intoxicado. Pero nos hermanan la zozobra de los fines de semana y un
pasado que me gustaría mucho que fuera común. Sin problemas, podría acompañar a
mi vecina en sus esperas, entre los pilotes de papeles que la circundan (además,
ella es igual a mi profesora de matemáticas de primer año, y al igual que
aquella, su look general descansa feliz en 1981); podría asentir en cada una de
sus quejas; no moverme mucho; no hacer referencia alguna a la mugre en la que ama
vivir. Mi vecina yace tiesa al lado de su ventilador de mesa: yo cedería a mis
germinales ambiciones de refrigeración y permitiría que el ventarrón fuese
directo a mi vecina, que de calores sabe; eneros a la tarde en su cuarto
compartiría, feliz; detenido en sus ingrávidos 45, feliz; atrapado en sus
rencores insólitos; sus odios necesarios; los complots; las expensas y el
asedio perpetuo al administrador del consorcio; yo feliz. Las películas
dobladas al español entre llamado frustrante y llamado frustrante a él. Seguro
que él en verdad no existe, pero yo, obediente, sostendría la leyenda. Entre mi
vecina y yo, hay una decisión que me distancia y me aflige: ella no hizo nada
por evitar la oscuridad y me tumba la economía cero de su deseo. Como la
felicidad no existe, añoro la ley de su menor esfuerzo, porque eso que ella
cree que yo soy no es lo mismo que esto que yo sé que ella es.
Publicado en Casquivana 6: www.casquivana.com.ar
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