Mondongo boreal
Texto: Martín Jali / Imagen: Pablo Rivas Mambo
Introducía, de una en una, las uvas moradas en mi
boca. Con la yema bordeaba su piel finísima, apretaba, arrancaba del racimo y a
veces las lanzaba hacia arriba y, al descender, caían rendidas en mi lengua. Lo
hacía de aburrido, de puro inquieto, y cada vez complicaba su parábola
arrojándolas más arriba, más lejos aún, lo que me obligaba a balancearme en
posiciones ridículas, encima de la cama, sobre el ventilador de piso, los
estantes, la mesada de cristal. De la televisión brotaban voces. Un equipo de
antropólogos había trasladado a un indio quechua, habituado a temperaturas
altísimas, a un paisaje helado de Tierra del Fuego. El indio se congelaba
mientras los investigadores filmaban, anotaban cosas en libretitas azules y
arrojaban hacia la cámara comentarios inútiles sobre el ambiente, la
aclimatación y las costumbres de ciertas comunidades indígenas. Mientras tanto,
un esquimal, en la Quiaca, se calcinaba. Yo miraba de reojo, porque jugaba con
mis uvas y esto demandaba toda mi atención y energía. Unos sádicos, los
antropólogos, pensé. Y volví a arrojar una uva que rebotó en mi hombro, cayó
sobre la colcha y rodó hasta la guarida de Fidel, mi gato leonino.
–Vení, vení –pero Fidel no venía.
Al racimo le quedaba poco menos de la mitad cuando
escuché el timbre. Era Camila. Entró apurada y me dijo que tenía un regalo para
darme. Sus palabras me pusieron muy contento.
–Me como a Fidel, me lo como todo pero todo de verdad
–dijo y se agachó, como una bailarina de ballet, con una pierna en lo alto para
acariciar al gato. Después se arrojó en la cama, estiró sus dedos y arrancó una
uvita del racimo ya esquelético.
–¿Puedo fumar? –preguntó
–Sí, pero abrí un poco la ventana.
–¿Tenés fuego?
Revolvimos el departamento, porque yo ya no sabía
donde había dejado nada, tal era mi estado de absoluta dejadez. Al fin lo
encontramos en el fondo de una canasta de mimbre que alguien me había regalado
hacía muchos años.
–¿Soy yo o estás igual que cuando te dejé, hace una
semana?
Comí otra uva, pero esta vez la deposité con
delicadeza en mis labios y chupé para adentro, haciendo ruido como si fuera la
bola de un chupetín.
–Sí – dije –. ¿Cómo estás?
–No sé cómo estoy pero estoy mal. No sabés. Me siento
como atrapada. No puedo dejar de pensar en cada cosa que hago. Hoy, por
ejemplo, me tenía que juntar a estudiar con Abel y Ludmila y desde ayer que
estoy nerviosa por eso. Ya estudié y sigo nerviosa, ¿entendés? Pienso en todo.
Vos compraste uvas. Si yo tuviera que comprar uvas cuando me vaya de acá,
porque estas uvas están riquísimas, bueno, ahora mismo estaría pensando en qué
uvas comprar, si blancas o moradas, cuántas, qué decirle al verdulero, a qué
verdulería ir, si voy hoy o mañana. No puedo más. ¡Estoy histérica!
–Uf.
–No sé, pero tengo ganas de hacer cosas sin pensar.
–¿Damiano tiene algo que ver con esto?
–Un poco.
–Me imaginaba.
–Pero no te quiero joder. Dejame. No me des bola. ¿Y
vos?
–Yo bien – dije y me señalé el cuero, las uvas, el
ventilador y la tele. Por la ventana entreabierta se colaba un aire espeso y
pegajoso.
–Ah… ¿Pero hasta cuándo? – preguntó.
–No sé.
Entonces Camila repitió que me había traído un regalo,
buscó en el bolsillo de su remerón y retiró una pequeña plaqueta, con un cable
y un tomacorriente de color blanco.
–Lo compré en el Once cuando venía para acá. Yo ya
tengo uno y es una maravilla. A vos te va a venir genial. Bah, no sé, viéndote
ahora, quizá te haga peor.
Me preocupé.
–Tranquilo. Yo sé que te va a encantar.
Entonces, después de enchufarlo, apretó un botón rojo
que sobresalía de la plaqueta y de pronto apareció un McGyver de tamaño
natural, con camisa, pantalones de jeans, chaqueta de cuero y lentes espejados.
–Hola, mi nombre es McGyver –dijo McGyver.
Nos miramos.
–¿No es genial?
–No entiendo nada.
–Decile que haga algo.
Recorrí el departamento con la mirada y finalmente
dije:
–Arreglame la lamparita de aquel velador.
McGyver permaneció inmóvil.
–Me parece que no anda, Cami.
–No, le tenés que decir McGyver, de otro modo no
entiende a quién le estás hablando. Es de Once, acordate.
–Ok. McGyver… ¿Me arreglás la lamparita del velador?
Entonces McGyver hizo su gracia: abrió la sombrilla de
la lámpara, sacó la bombita, sopló el sulfato, luego sacó un clip de metal y lo
introdujo por la abertura. Cuando volvió a colocar la bombilla y encendió el
velador, la luz, como un abanico, se esparció por todo el ambiente.
–¿Qué me decís? –dijo Camila, orgullosa.
–¡Me mata!
–Decile gracias a McGyver y dame un beso a mí.
–Gracias, McGyver –y le di un beso en la mejilla a
Camila.
–¿Y si lo mandamos a comprar uvas? –pregunté,
entusiasmado ante las innumerables posibilidades que me abría mi nuevo McGyver
personal.
–No, no, él no se puede mover más allá de un radio de
10 metros del aparato. Y en general gasta mucha batería. Es una aplicación
nueva. Por lo pronto que te ordene todo. Bueno. Me tengo que ir. Chau.
–Chau –dije y crucé las manos detrás de mi nuca.
Durante dos semanas mi convivencia con McGyver fue
perfecta: no solo ordenaba y limpiaba, sino que cocinaba, tapaba agujeros y
arreglaba mis cañerías obstruidas por cientos de pequeñas porquerías. Pero una
tarde llamó por teléfono la reina Camila para pedirme un favor: necesitaba de
McGyver por un par de días.
–¡Estás loca! ¿Quién me soluciona todos los dramas de
mi vida? –le respondí.
–Por favor, el mío se rompió y en Once están secos. No
se consigue por ningún lado y parece que el fucking gobierno los trabó en la
aduana. Por favor, por favor, por favor –replicó Camila y yo nunca supe muy
bien cómo decirle que no a una mujer desesperada.
–Está bien –concedí, y agregué–. Pasá a buscarlo, pero
decime para qué lo querés.
–Damiano me dejó… –respondió y yo no quise preguntar
más nada.
Cuando Camila me lo devolvió, y tuve que insistir
bastante, McGyver ya no era el mismo. Mi pequeño genio electrónico que antes
cumplía todos los deseos del confort y el bienestar se demoraba en aparecer, a
veces se distraía y no hacía nada bien. Una vez, para arreglar la suela de una
pantufla, usó una engrapadora. Otra, para enmarcar el facsímil de un cuadro, lo
pegó al marco con manteca. Por motivos obvios, dejé de pedirle cosas.
Una tarde, cuando me desperté de una siesta, al verlo
atareado delante de una olla, le pregunté:
–¿Me podés explicar qué mierda estás haciendo,
McGyver?
McGyver se dio vuelta.
–Mondongo boreal –me dijo, con un tono neutro que no
le conocía.
En pleno verano y con 32 grados, McGyver había
decidido cocinar un mondongo. Era el colmo. Comprendí que eso ya no daba para
más.
–McGyver, ¿mondongo boreal? –pregunté, como un retardado.
–Mondongo boreal –susurró y continuó, como si mi
presencia lo estorbara, revolviendo con una cuchara de madera.
Cuando estaba por apagarlo, me asomé al mondongo.
Despedía un tufo caliente y burbujeaba. Aspiré con fuerza: el aroma era
penetrante pero muy rico.
–Mirá fijo –comentó McGyver.
Lo hice y vi haces de luz violetas y dorados que
salían de la olla y parecían repiquetear en el techo, como pedazos luminosos de
atmósfera. Entonces McGyver me cedió el cucharón, lo remojé en el mondongo
boreal y me lo llevé a la boca.
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