Burbujas
Texto: Marina Macome / Imagen: Mariana Belemlinksy
El
hall es oscuro y hay tantas plantas que tardo en descubrir al encargado detrás
de un escritorio. Desde allí nos observa mientras un ventilador decrépito no le
alborota ni los tres pelos que peina hacia un costado. Mantiene la cara
impávida incluso cuando la mujer de la inmobiliaria se pone a dar golpecitos
histéricos a la puerta del ascensor. “¡Ascensoooor!”, insiste con las manos
transformadas en un megáfono y, apenas echo un vistazo a mi reloj, me da
charla. “¡Qué
importante que haya todo este verde! ¿No cree?”, pregunta señalando las
plantas. Desconcertado, la veo cerrar los ojos e inflar las aletas de la nariz,
como si aquellos nardos de plástico realmente perfumaran.
Al
abrirse la puerta, un bóxer se me abalanza. Parece escarbarme el tórax con las
patas. Retrocedo, asustado. “¡No hace nada!”, asegura su propietario
aferrándolo del collar. No llego a increparlo porque de inmediato el hombre es
arrastrado hacia la calle por el animal jadeante.
Durante
el ascenso, llantos de bebé, ráfagas de ajo y hasta una baja de tensión acechan
el habitáculo. “¿A
esto le llama un edificio de categoría?”, quiero preguntarle a la
mujer de la inmobiliaria pero me limito a clavarle los ojos desde un espejo
rajado; me desabrocho el primer botón de la camisa, enojado conmigo mismo por
haber caído otra vez bajo el verso de estos chantas. Al detenernos un piso
antes del nuestro, la mujer de la inmobiliaria se aferra a la puerta del
ascensor : "¡Subimos!" advierte con expresión belicosa y
se embarca en una pulseada para seguir viaje. Observo los colgajos de su
brazo flamear hasta que del otro lado se dan por vencidos.
Ya
en el departamento, me es imposible disimular la furia. Ni siquiera después de
ver el esfuerzo que hace para subir las persianas de la supuesta recepción
señorial. Con luz, las grietas y los nubarrones de humedad se multiplican.
Quedo unos instantes con la vista en alto, contemplando la posibilidad de que
una familia entera caiga del cielo raso.
La
mujer de la inmobiliaria habla sin parar, pero el ruido de la calle es tal que
tengo que leerle los labios. “Pasemos a la cocina”, insiste tomándome del
brazo. Aun si nos adentramos en un rincón oscuro y grasiento, ella jura ver un
luminoso comedor de diario reciclado. Debería haberse dedicado a la actuación,
de lo contrario no entiendo cómo no se le mueve un pelo cuando abre la alacena
y disparan cucarachas en todas las direcciones imaginables. “¿Vio cuánto espacio?” me pregunta,
imperturbable.
La
sigo hasta el dormitorio principal. En efecto, debe ser el ambiente más
silencioso; en vez de los constantes bocinazos y frenadas provenientes de la
avenida, se escuchan las tablas del piso de “roble de eslavonia” crujir a nuestro paso. La
observo correr en cámara lenta el harapo que hay de cortina, como si tuviera la
certeza que en cualquier momento se le desintegra en las manos. Al advertir la
cantidad de mosquitos reventados contra las paredes, me rasco los antebrazos.
En el techo, la única forma de sorprenderlos fue a zapatazos.
Una
vez en el baño, la mujer habla de venecitas pero yo sólo veo azulejos
quebrados. Mientras comenta que la presión es óptima, abre la canilla del
lavamanos; nada, ni una molécula de agua. Tampoco asoma una gota de la
bañadera, en cuyas profundidades mohosas yace un jabón finito. Al probar con el
bidet, un chorro se dispara hasta el techo, desencadenando un chaparrón. Con
los anteojos empapados, huyo como un gallito ciego.
“Se me hizo tarde” digo, pero ella asegura
que todavía no vi lo mejor. “El caballito de batalla”, remata revoleando el
llavero, como si se hubiera convertido en mi carcelaria. No tengo más remedio
que ir tras sus pantorrillas repletas de tramas violáceas.
“Mire lo que es este balcón
terraza, ¡venga a ver!”, insiste abriendo el ventanal. Al
comprobar que no hay rastros de la “maravillosa vista abierta”, me apoyo resignado en la
baranda: cables que cuelgan como lianas, esqueletos de triciclos, y un toldo
deshilachado que en vez de resistir parece bailar Charleston. Le estoy
por reprochar el tiempo perdido cuando una súbita ráfaga de burbujas de todos
los tamaños me deja mudo. En el balcón vecino, una mujer sopla a través de un
aro mientras un niño la aplaude, fascinado. Es tan bella que no puedo
dejar de mirarla, ni siquiera cuando una enorme burbuja viene lento hacia mí,
reflejando los últimos rayos de la tarde. Sonrío. Tengo la sensación de haber
encontrado mi lugar en el mundo.