4.11.13

"Burbujas", de Marina Macome y Mariana Belemlinksy




Burbujas
Texto: Marina Macome / Imagen: Mariana Belemlinksy

El hall es oscuro y hay tantas plantas que tardo en descubrir al encargado detrás de un escritorio. Desde allí nos observa mientras un ventilador decrépito no le alborota ni los tres pelos que peina hacia un costado. Mantiene la cara impávida incluso cuando la mujer de la inmobiliaria se pone a dar golpecitos histéricos a la puerta del ascensor. ¡Ascensoooor!, insiste con las manos transformadas en un megáfono y, apenas echo un vistazo a mi reloj, me da charla. ¡Qué importante que haya todo este verde! ¿No cree?, pregunta señalando las plantas. Desconcertado, la veo cerrar los ojos e inflar las aletas de la nariz, como si aquellos nardos de plástico  realmente perfumaran.
Al abrirse la puerta, un bóxer se me abalanza. Parece escarbarme el tórax con las patas. Retrocedo, asustado. ¡No hace nada!, asegura su propietario aferrándolo del collar. No llego a increparlo porque de inmediato el hombre es arrastrado hacia la calle por el animal jadeante.
Durante el ascenso, llantos de bebé, ráfagas de ajo y hasta una baja de tensión acechan el habitáculo. ¿A esto le llama un edificio de categoría?, quiero preguntarle a la mujer de la inmobiliaria pero me limito a clavarle los ojos desde un espejo rajado; me desabrocho el primer botón de la camisa, enojado conmigo mismo por haber caído otra vez bajo el verso de estos chantas. Al detenernos un piso antes del nuestro, la mujer de la inmobiliaria se aferra a la puerta del ascensor : "¡Subimos!" advierte con expresión belicosa y se embarca en una pulseada para seguir viaje. Observo los colgajos de su brazo flamear hasta que del otro lado se dan por vencidos.
Ya en el departamento, me es imposible disimular la furia. Ni siquiera después de ver el esfuerzo que hace para subir las persianas de la supuesta recepción señorial. Con luz, las grietas y los nubarrones de humedad se multiplican. Quedo unos instantes con la vista en alto, contemplando la posibilidad de que una familia entera caiga del cielo raso.
La mujer de la inmobiliaria habla sin parar, pero el ruido de la calle es tal que tengo que leerle los labios. Pasemos a la cocina, insiste tomándome del brazo. Aun si nos adentramos en un rincón oscuro y grasiento, ella jura ver un luminoso comedor de diario reciclado. Debería haberse dedicado a la actuación, de lo contrario no entiendo cómo no se le mueve un pelo cuando abre la alacena y disparan cucarachas en todas las direcciones imaginables. ¿Vio cuánto espacio? me pregunta, imperturbable. 
La sigo hasta el dormitorio principal. En efecto, debe ser el ambiente más silencioso; en vez de los constantes bocinazos y frenadas provenientes de la avenida, se escuchan las tablas del piso de roble de eslavonia crujir a nuestro paso. La observo correr en cámara lenta el harapo que hay de cortina, como si tuviera la certeza que en cualquier momento se le desintegra en las manos. Al advertir la cantidad de mosquitos reventados contra las paredes, me rasco los antebrazos. En el techo, la única forma de sorprenderlos fue a zapatazos.
Una vez en el baño, la mujer habla de venecitas pero yo sólo veo azulejos quebrados. Mientras comenta que la presión es óptima, abre la canilla del lavamanos; nada, ni una molécula de agua. Tampoco asoma una gota de la bañadera, en cuyas profundidades mohosas yace un jabón finito. Al probar con el bidet, un chorro se dispara hasta el techo, desencadenando un chaparrón. Con los anteojos empapados, huyo como un gallito ciego.
Se me hizo tarde digo, pero ella asegura que todavía no vi  lo mejor. El caballito de batalla, remata revoleando el llavero, como si se hubiera convertido en mi carcelaria. No tengo más remedio que ir tras sus pantorrillas repletas de tramas violáceas. 
 Mire lo que es este balcón terraza, ¡venga a ver!, insiste abriendo el ventanal. Al comprobar que no hay rastros de la maravillosa vista abierta, me apoyo resignado en la baranda: cables que cuelgan como lianas, esqueletos de triciclos, y un toldo deshilachado que en vez de resistir parece bailar Charleston.  Le estoy por reprochar el tiempo perdido cuando una súbita ráfaga de burbujas de todos los tamaños me deja mudo. En el balcón vecino, una mujer sopla a través de un aro mientras un niño la aplaude, fascinado. Es tan bella que no  puedo dejar de mirarla, ni siquiera cuando una enorme burbuja viene lento hacia mí, reflejando los últimos rayos de la tarde. Sonrío. Tengo la sensación de haber encontrado mi lugar en el mundo.

 

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