El
caminante
Texto: Hernán
Ronsino / Imagen: José Villamayor
Como en un ritual, cerca de los quince años, mi padre
me dijo: “Ahora te toca a vos”. Un sábado a la tarde sacó el Falcon. Y salimos,
despacio, por las calles de tierra, buscando los caminos rurales que bordean la
ruta 30. Antes lo había hecho con mis dos hermanos mayores. Ahora me tocaba a
mí. La tarde estaba soleada. Pero en las cunetas del camino había un poco de
barro y agua de alguna lluvia reciente. Mi padre manejó en silencio durante un
largo rato. Cuando tomó el camino ancho que lleva al Fogón y, después de
cruzarnos con un sulky al que saludó, detuvo el auto. Y se bajó. Entonces, con
movimientos complejos, me senté frente al volante. Mi padre subió por la otra
puerta y me dijo: “Acordáte. Apretás el embrague y lo vas soltando de a
poquito”. Las palancas en el piso eran gigantes. Y no podía reconocer –con
claridad– cuál era el embrague y cuál el freno. Era un Falcon 64. Es decir,
cuando yo había nacido el auto hacía once años que andaba por el mundo. “Bueno,
dale”, dijo. Entonces, cuando quise acelerar, el motor se paró en seco. Después
de cuatro veces pude encenderlo –mi padre comenzó a ponerse nervioso–. Me dijo:
“Largálo pero despacito”. Y un sacudón brusco nos hizo corcovear. La dirección
estaba torcida y si no fuera por la intervención de mi padre –acomodando el
volante– nos íbamos de frente a una cuneta llena de agua. “Cuidado, despacito, ¿querés?”,
soltó medido pero con un tono de desesperación y bronca. El Falcon era un gigante.
Mi padre volvió a decir: “Lárgalo despacito”. Ahora el auto salió en marcha. Mi
padre, tenso, decía: “Bien, tranquilo, lleválo así”. El camino de tierra estaba
parejo. Me fui soltando y reconociendo el mando del auto. Ahora sabía cuál era
el freno. Lo único que no podía incorporar era la lógica del cambio. Todavía
eso era imposible. Mi padre movía, cada tanto, la palanca. Anduvimos así de
serenos durante unos cuantos minutos. Hasta me permití, incluso, contemplar el
campo. El cielo despejado. Pero la ruta 30 se nos vino encima. Y parados en la
banquina, mi padre aumentó la apuesta, dijo: “Dale, animáte, no viene nadie”.
Subí confiado. Andar por la ruta era un sueño. Una bandada de golondrinas
giraba encima del campo de Cura. Mi padre pensó en encender la radio, también hizo
un chiste. Así íbamos, distendidos. Hasta que por el espejo retrovisor comenzó
a crecer la sombra de un camión Scania. Avanzaba, cada vez más, sobre el Falcon.
“Te va a pasar”, murmuro mi padre. No dijo: nos va a pasar. Dijo, te va a
pasar. Y eso me puso más tenso. “Lleválo así –me decía– derechito. Lleválo así”.
El camión, antes de abrirse para pasar, tocó bocina. Yo tenía las manos tensas
sobre el volante. Y sentía de qué modo avanzaba esa sombra. Me inquietaba la
magnitud. Entonces, cuando el camión estaba a la par, pasándonos, no sé por
qué, apreté el freno y el Falcon tambaleó. Mi padre empezó a gritar. Se tiró
encima del volante. Y pudo contralarlo. Igual, casi terminamos hundidos en la
banquina. Después, nos quedamos en silencio, respirando, viendo de qué modo el
Scania se perdía entre los campos arados. Yo me hice una promesa –que aún hoy,
a más de treinta años de ese episodio, respeto religiosamente–, que esa iba a
ser la última vez que manejaba un auto. Así me fui convirtiendo, primero en el
pueblo, después en la gran ciudad, en una especie de flaneur o, como me llamaban los amigos de la adolescencia, en el
caminante.
Publicado en Casquivana 5: www.casquivana.com.ar
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