El corazón de la manzana
Texto: Manuel Crespo / Imagen: Pablo Olivero
La propuesta
sigue abierta: nuestra novela por entregas de creación colectiva, “El corazón
de la manzana”, sigue recibiendo autores e ilustradores que quieran sumarse. Ya
escribieron Luci Porchietto, Ariel Bermani y Ricardo Romero; e ilustraron
Horacio Petre, Joaquín Paolantonio y Daniel Montero Galán. Si querés ser parte,
escribimos a info@casquivana.com.ar
Para ponerte al
día con la historia, podés darte una vuelta por blog y buscar los capítulos
anteriores, podés dar un clic acá.
Capítulo 4
“Ostras”, dijo
Magdalena en voz alta. De no haber sido por el cuerpo desparramado en la vereda
de enfrente, llegando a la otra bocacalle, se habría sorprendido de sí misma.
Ostras. Nunca creyó que vería morir a alguien, pero mucho menos que su primera reacción
ante semejante espectáculo sería usar justo esa palabra.
En la calle no
había nadie salvo ella. Y el cuerpo, claro. Lo había visto caer desde muy
arriba, sin grito. El ruido vino con el impacto: una infinidad de crepitares de
huesos condensados en un crepitar más grande, el ruido de todos los huesos del
cuerpo rompiéndose al unísono.
Magdalena dijo
“Ostras” y ahí parada, las bolsas de supermercado en una mano, el celular
todavía en la otra, no dijo nada más por un rato. Durante el tiempo que duró su
parálisis, segundos o minutos, podrían haber pasado muchas cosas. Después
Magdalena sintió que no estaba respirando bien, que en realidad no estaba
respirando. El hombre cayendo le había trastocado el piloto automático de su
respiración. Magdalena inhaló como probando el tiraje de un pulmón recién
trasplantado.
¿Qué es una
ostra exactamente? ¿Cuál es la ostra real? ¿El bichito gelatinoso que habita la
concha o la concha que es la casa del bichito gelatinoso? ¿Forman entre los
dos, mal que les pese a sus apetitos de individualidad, la Magna Ostra
Indisoluble? Y ya que estamos: ¿cuál de los dos vino primero? ¿Acaso son,
bichito y concha, el huevo y la gallina de las profundidades oceánicas?
Magdalena no
tenía ni la más peregrina respuesta a estas incógnitas, por dos simples motivos:
a) No había sido ella quien había formulado las preguntas; b) Había un
ostensible cadáver ahí en la vereda: a hacerse cargo, ya basta de escapar por
la tangente.
El cuerpo había
levantado sangre al golpear el suelo. Así como suena, no hay manera mejor de
describirlo. Como cuando un objeto pesado levanta polvo al aterrizar, sólo que
en vez de polvo, bueno, lo dicho un par de oraciones atrás: sangre. Una
explosión roja de sapo reventado. Casi una nube de sangre, un rocío leve como
el líquido que disparan los aerosoles.
Cruzar la calle
le iba a costar mucho más que una decena de pasos. Contra lo que se cree, una
persona común reacciona muy convencionalmente ante una situación extrema.
Después de todo, por algo es común. Es decir: la persona de marras cruza la
calle, confirma la inexistencia de pulso, se inmuta menos de lo que hubiera
pensado ante la obscenidad de las vísceras al aire, llama a algún servicio de
urgencias o a la policía. Rompe en llanto horas después, mientras le cuenta la
anécdota a su esposa o su marido en la cama, antes de apagar la luz, tapándose
los ojos con las manos para no ver todos los años de terapia que se le vienen
encima como una estampida de búfalos. Pero la gente común no dice “Ostras”
cuando ve morir a alguien, y esto Magdalena sí lo sabía.
Aspiró una
bocanada plenamente consciente de sí misma. De la bocanada, esto es. Porque del
resto de su humanidad Magdalena ya tenía poco o nulo discernimiento. Había
puesto las piernas en acción sin darse cuenta. Había pisado la calle y avanzado
como si el asfalto fuera un río hecho hielo, las manchas de brea grietas
alarmantes, los baches agujeros que algún pescador esquimal abandonó hace
apenas unos momentos. Podríamos seguir con las metáforas de corte boreal —la ciudad petrificada y quieta, los edificios
como icebergs—, pero tenemos que llevar esto a algún puerto, sea éste bueno o malo, y
los caracteres con espacios no nos sobran.
Otro efecto
colateral que el cuerpo cayendo había inoculado en Magdalena había sido una
pérdida absoluta de conocimiento geográfico. Cuántas veces había ido y venido
por esa vereda. Ahora, sin embargo, la cuadra entera era cualquier cuadra de
cualquier ciudad.
Hay que tener
agallas para lanzarse —o ser
lanzado— desde lo alto de un edificio y no gritar. Reprimir
la vibración de las cuerdas en la glotis, hipotecar los aullidos mientras la
gravedad lo succiona a uno hacia la muerte. Hace falta mucha valentía para
aceptar la muerte calladito, como un suicida experimentado, si se nos permite
el oxímoron. El hombre cayendo no gritó. No dijo esta boca es mía ni
“¡Jerónimo!” ni “¡Banzai!” ni “La
suma de los catetos es igual a la hipotenusa al cuadrado”, lo que por otra
parte hubiera sido un desafío más que interesante, dada la difícil articulación
entre el largo de la frase y la velocidad de la caída. Hubiera sido una buena
pista para la policía científica. “Suponiendo que el 70 por ciento de las
víctimas alcanza a emitir alrededor de tres sílabas por piso, es dable calcular
que en este caso el fallecido se lanzó —o
fue lanzado— desde el sexto o el
séptimo piso del inmueble...” Algo así, digamos.
Lo único
cierto, de todas formas, es que el hombre cayendo no gritó. Tal vez, quién te
dice, en este punto radique una clave fundamental para resolver el misterio más
adelante. Pero eso ya es un problema de otro.
A unos diez
metros del cuerpo, Magdalena sintió que algo despertaba dentro de su mano. El celular.
Otra vez la musiquita espantosa que le había programado el sobrino. Le había
dicho: “Esto es lo último de lo último, tía” y después había pronunciado un
nombre difícil, extranjero. La Novó Cumbián.
La máxima sensación en todos los reventones tropicales habidos y por haber.
Rupturismo y perreo. Poesía dislocada y
rallador. Y un conjunto por encima de los otros: Sorrentino y los Pancetas.
Magdalena abrió la mano y la voz trémula de Éufrates Sorrentino trepó por el
aire hasta ella:
La hiciste bien cuando te fuiste:
Me dejaste el avestruz y el alpiste
Pero el avestruz alpiste no come,
Ya me picoteó todos los sillones
Y me vació de escapes el botiquín.
Anoche, al oírlo trotar en el jardín,
De los gladiolos a la garrafa
—la insana carrera
sin fin
De esta cruza de
pato con jirafa—
Recordé el día que
me lo mostraste.
De nuevo el
número desconocido. El mismo que antes. Magdalena pensó en don Antonio. Pensó y
al mismo tiempo lo vio, para hablar con propiedad. Pensó en don Antonio
llamándola desde algún lugar que no era su departamento y lo vio ahí tirado en
la vereda, convertido en una pulpa de alguna fruta nauseabunda. Don Antonio
cayendo. Sin grito. Magdalena otra vez se olvidó de respirar. Quién sabe: tal
vez no se hubiera acordado de volver a hacerlo si eso blando y liviano no le
hubiera golpeado en la cabeza un instante después de descubrir a su patrón —muerto y requetemuerto— en el suelo de esa cuadra de esa calle de esa
ciudad. El papel higiénico cayó y rodó un par de metros sobre las baldosas.
Todavía quedaba más de la mitad sin desenrollar.
Magdalena
siguió con la mirada el papel hacia arriba y se encontró con la mano
sosteniendo la otra punta a través la ventana del cuarto piso. ¿Era una mano
nomás? No, su dueño no pudo reprimirse: asomó medio cuerpo y miró hacia abajo.
El exhibicionismo, los derechos de autoría. A algunos les pica por ahí.
O no. El hombre
tenía puesta una careta de oso panda. Saludó a Magdalena con la mano libre y soltó
la punta del papel higiénico, que aterrizó sin brusquedad a los pies de la
mujer. Después el oso panda hizo bocina con las manos alrededor de la boca
agujereada de la careta.
—Para mí que a los setenta
metros llega tranquilo —exclamó.
Ostras.
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