22.2.13

Álbum de familia, de Clara Anich y Sol Bottaro



Álbum de familia

Texto: Clara Anich / Imagen: Sol Bottaro



Mi padre reconoció a su padre en un libro de fotografías y fue como verse a él mismo. La cara ancha, los cachetes, el pelo rubio.

La foto mostraba a un chico de dos años sentado a la mesa, comiendo una mezcla de algo, cuchara en mano. Mirando a la cámara con el entrecejo fruncido.

Aunque lo que no reconoció enseguida fue el epígrafe: Hohenhorst, Alemania. Niño nacido en una casa Lebersborn, decía.

Estábamos hojeando un libro recién comprado, sentados en el sillón de su departamento. Teníamos esa costumbre, si uno compraba un libro que pensaba que al otro podía gustarle lo llevaba –él a mi casa o yo a la suya– para mirarlo juntos.

Nos quedamos en silencio.

–Es el abuelo, dijo mi padre.

–¿Leíste?, respondí.

Cuando lo vi bajar la cabeza supe que, antes o después de la pregunta, mi padre había leído.

–¿Querés un café?, fue todo lo que pude decirle.

Sin responder vi cómo se metía en el baño, supe que estaba llorando y supe también que iba a darse un tiempo para salir con la cara lavada.

Puse el agua a calentar y preparé las tazas. A mí sí me iba a venir bien. Volví al living y me senté a mirar la fotografía. El chico nos escrutaba. Era exactamente igual a mi padre. Y yo también me parecía.

Dejé pasar unos minutos y cuando oí el ruido del agua en la pava, me acerqué a la puerta del baño. Por un momento pensé que quizá sólo era parecido, pero sabía que mi abuelo había nacido en ese pueblo, y creo que como mi padre siempre supe que había algo que no conocíamos de su historia.

Golpeé la puerta:

–¿Querés que me vaya?

Quizá quería estar sólo. Reencontrarse. Pensar.

–Ya salgo, dijo y oí correr el agua del lavatorio.

Terminé de preparar los cafés y mi padre estaba otra vez sentado, apoyando el libro sobre las piernas. Se miraba. Creo que nos miraba a todos. Había abierto también, un libro de fotos familiares. Viejas, recuperadas.

En una de las fotografías del álbum, una mujer joven alzaba a un chico en brazos. Ella sonreía, el bebé era el mismo del libro. En el revés de la foto podía leerse: Ihre ´43. Me gustaría saber a quién se la dedicaba, a quién le pertenecía el tuya.

–No puedo creer que esto aparezca ahora, dijo.

Mi abuelo había muerto hacía seis meses y ya no había otro familiar a quién pudiéramos preguntarle.

Lo único que mi padre conocía de su padre, la historia que siempre se había contado en la familia, era que su madre lo había criado sola y que su padre había sido un joven soldado que murió en el campo de batalla. Pero en realidad, cuánto supo mi abuelo de su propia historia, y quién y qué es lo que se había ocultado, jamás íbamos a conocerlo nosotros. Si su madre le había contado que él no era hijo de un joven soldado sino de un oficial de la SS, que había sido engendrado para convertirse en una próxima generación de elite de niños rubios y, que ella, como muchas otras mujeres, para ser aceptadas dentro de Lebersborn, había tenido que jurar lealtad al nazismo, no íbamos a saberlo nunca. Si ella tuvo que vivir después la humillación de la cabeza rapada y los paseos por la ciudad; y cuándo decidió escapar junto con su hijo, tampoco.

Con mi padre pasamos las hojas del libro buscando alguna otra foto con su cara. La de su padre o su abuela. No encontramos ninguna.

 Mi padre se levantó y llevó las tazas vacías a la cocina. Yo lo seguí. Las dejó en la pileta.

–¿Querés que te alcance con el auto hasta tu casa?, me dijo.

–Dale.

Lo vi cansado y entendí que ahora sí necesitaba quedarse solo.

Al salir del departamento, volví a mirar la mesa baja del living. Habíamos dejado el libro abierto en la foto de mi abuelo. Supuse que ninguno de los dos podía cerrarlo todavía.   

Publicado en Casquivana 5, www.casquivana.com.ar

 

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