El combo-cajita de las
identidades
Texto: Marcelo Figueras /
Imagen: Leticia Paolantonio
Publicado en Casquivana 5: www.casquivana.com.ar
No sé por qué suele hablarse de identidad, así en singular. Somos más bien un combo-cajita, dentro
del que se articulan múltiples ingredientes. Ni siquiera se trata de capas que
se apilan armoniosamente, como en una hamburguesa o una torta.
A menudo los ingredientes son contradictorios entre sí. Todavía
recuerdo el extrañamiento que me produjo la visión de “Expreso de medianoche”
durante la dictadura. Asimilar que el guardia que torturaba al pobre Billy
Hayes podía ser, al mismo tiempo, un padre tierno con sus hijitos, me costó un
buen trabajo. Fue mi manera de registrar la contradicción que vivíamos fuera
del cine, aquella que juraba que Videla era un hombre de familia hecho y
derecho al tiempo que, más allá de los confines de hogar, se comportaba con
tantos como Saturno devorador. Dos elementos disonantes agregan sazón a una
personalidad, como los ojos bicolores de David Bowie. Dos elementos antitéticos
pueden constituir la marca de un monstruo.
En términos físicos seríamos la resultante de un tironeo que se
verifica a diario, entre nuestras muchas máscaras: lo que somos como
profesionales, como hijos, como padres, como parejas, como amigos, como
ciudadanos. La mayor parte de la gente se aferra a su máscara más exitosa, y
desde allí trata de relacionarse con el mundo. Lo cual constituye una receta
para el desastre, porque ignora que las identidades no son intercambiables, ni
valen lo mismo en las distintas parcelas de nuestro (micro)universo: el artista
adorado suele no comprender por qué su familia lo ignora o menosprecia.
Se trata de un equilibrio inestable, ya que todo el tiempo estamos
desplazándonos (lo queramos o no) hacia otra estación de nuestro derrotero. Con
cada nueva edad nos vemos obligados a redefinirnos. Los senderos se bifurcan
ante nuestros pies de tal modo, que ponen a nuestro alcance una pluralidad de
posibilidades lógicas. Esto es lo que intentan explicar ciertos científicos,
como Hugh Everett y David Deutsch, cuando hablan de multiverso: los caminos virtualmente incontables que dependen de
cada decisión personal lo tornan (casi) todo posible. ¿O no es probable que al
adolescente más jocoso y despreocupado pueda esperarlo un futuro de adulto
deprimido?
Por supuesto, la palabra operativa aquí es casi. No se nos ofrecen todas las oportunidades, porque estamos
condicionados por ciertas circunstancias: el tiempo en que nacimos, nuestra
cultura, la familia, el amor, la Historia con mayúsculas. Pero dado este setting, las decisiones que vienen a
nuestro encuentro siguen siendo más ricas de lo que solemos creer, a partir de
nuestra impronta judeo-cristiana y por ende fatalista. Hasta en medio de una
guerra, o limitados por la pobreza, conservamos unas fichas –o para ser
preciso: una posibilidad creativa– que es todo lo que necesitaríamos para dar
vuelta el juego del porvenir. En esencia se trata del mismo mensaje sobre el
libre albedrío que tantas religiones y filosofías han propalado (algunas, eso
sí, temerosas de sus consecuencias últimas. Parafraseando a Orwell: todos los
hombres somos libres, pero algunos deberíamos serlo más, o menos, que otros).
Sólo que ahora no dependemos ya de puras especulaciones. Los
científicos se están aproximando a probarlo con sus herramientas específicas.
Existe un universo dentro del insondable que habitamos donde nunca
escribí este texto. Y otro donde no creo exactamente lo que aquí afirmo. Y
otro...
Pocas cosas más alentadoras que la ciencia suscribiendo nuestras
intuiciones como legos. Por deformación profesional yo creo que cada persona
actúa respecto de su propia vida (¡lo sepa o no!) como un narrador. Y aunque no
muchos cuentan con aquello que nuestras culturas definen como talento (un concepto aristocratizante, y
en consecuencia equívoco), todos venimos a este mundo con el talento
democrático de escribir nuestra propia historia. O al menos de reescribirla. O
de arriesgar un borrador.
La identidad es –las identidades son– una construcción humana.
Como cualquier artista, tomamos los elementos de que nuestra existencia nos
proveyó para intentar crear algo distinto a partir de esos materiales. Los
artistas de profesión tienen la ventaja de estar más familiarizados con el
juego de máscaras que la vida presenta; pero ni siquiera eso les garantiza un
pasar libre de tormentos, o módicamente feliz. Demasiada gente ha asumido el dictum de que venimos a este mundo a
sufrir. Si cada vez más gente entendiese que vivir no es necesariamente una
condena, y que las cosas dependen más del deseo o de la imaginación de lo que
les habían permitido creer, este mundo (¡este universo micro dentro del multi!)
sería mucho más amable.
Algunas señas de nuestra identidad las resolvemos sin dolores de
cabeza. Yo sabía desde chico, por ejemplo, que quería contar historias. Pero
esa certeza fue tan sólo la piedra basal de una catedral que se construyó sobre
dilemas. ¿Novela, comic, cine, TV? ¿Academia o pulp fiction? ¿Hambre o futuro? Preguntas que nunca me angustiaron,
desde que entendí que esa construcción constante era parte de la gracia de la
vida. El de la(s) identidad(es) se parece a un juego de simultáneas de ajedrez,
donde todo se arriesga al mismo tiempo mientras la suerte de un tablero
repercute sobre otros. Por eso descreo de la noción de crisis asociada a este
asunto: porque la identidad es inexorablemente una materia fluctuante,
plástica, que nos presenta a diario la misma, elemental alternativa.
La moldeamos o nos moldea. Por acción u omisión, todos jugamos (o
nos rendimos) a este juego.
Días atrás pasé tres horas disfrazado de Batman. Me cagué de
calor. Es duro ser un héroe. Lo hice a gusto porque mi hijo Bruno (sí, sí, así
se llama: no pregunten) estaba resplandeciente. Esto era parte de lo que
esperaba, lo que me sorprendió fue otra cosa. Los amiguitos de Bruno no se me
acercaban en carácter de padre ni de anfitrión ni de ridículo profesional: me
interpelaban, más bien, como si fuese en efecto Batman. Y por ende me
reclamaban justicia. Nico Equis le había robado un juguete a su dueño legítimo.
Pauli Zeta no dejaba de colarse en la fila. Entendí allí que podía jugar
creativamente con las máscaras que vestía en aquel momento. Y sin dejar de ser
el papá de Bruno, ni uno de los anfitriones (ni un ridículo, por cierto), podía
ayudar a cimentar en esos enanitos la idea de que la justicia, por módica que
sea la que está a nuestro alcance, no tiene por qué ser un imposible.
Si tan sólo empezásemos a comportarnos más decididamente como
autores de nuestras historias...
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