Fuera de eje
Texto: Florencia
Goldsman / Imagen: Viviana Brass
No me convertí en una neo Ghandi pero afirmo: los últimos años aprendí a compartir. Estoy segura de que viajar dos años me ayudó a romper un cascarón duro y citadino. Ahora el ejercicio de resumir un aprendizaje y encuadrarlo en algunos párrafos se me escapa entre los tip-taps del teclado.
En Brasil viví los mejores cuatro meses de mi vida. Lejos de las zungas flúo, sin tantas caipirinhas ni demasiadas sumergidas en el mar como me hubiese gustado. Rankean como los mejores tiempos sin temor de exagerar ni de que me miren de reojo. Viajar te empuja fuera de la apretada viñeta en la que nos encierran los preconceptos. Obligada a tratar con desconocidos y a sobrevivir bajo nuevos significados 24 x 7, los prejuicios se reducen a hormigas.
Vivir en casas colectivas donde el salario y el armario se comparte, junto con el trabajo, la comida y los recitales desafió mi horizonte. Las agarraderas de las cosas que nos propone la vida en las grandes ciudades se desdibujan en un esfuerzo no apto para todo el mundo.
Tuve la enorme fortuna (simbólica porque mi capital de viaje siempre fue un promedio de 300 dólares en un bolsillo de la mochila) de cruzarme con el colectivo Fora Do Eixo, la red cultural más grande de Brasil en el presente.
Gracias a este encuentro redescubrí mi amor por la música, experimenté la vida en una comunidad híper tecnológica, y me sumergí en ambientes en los cuales el diálogo es una gimnasia diaria. Reaprender a que hay que disputar las propias pautas con los otros. Trabajar a través del diálogo en proponer la agenda que nos quema, nos conmueve, nos quita el sueño. Correr el eje de la discusión, de la vida y encontrar nuevos sueños compartidos es la matriz de esta red “fuera del eje”.
Una de las formas que encuentro para representar el espíritu de red en la que viví es la frase “Vamos a trocar uma idea” cuando se proponen abiertos al intercambio de pensamientos. Se trata de una de las formas más comunes de escuchar qué buscan los demás. Esto implica que no sólo la persona A le cuenta algo al individuo B. Compromete un intercambio por igual, una escucha mínima, una transformación a través de la palabra. A habla con B y después decidirán si hacen AB o BA o BAC, o si siguen caminos separados. Momento único y elemental de la humanidad que parece anulado en la ciudad a la que llegué.
Drogas
en pastillas musicales
La red Fora do Eixo me proveyó de la droga para
mí más peligrosa: el acceso libre y gratuito a música brasilera en casi todas
sus formas y en grandes dosis de formatos independientes.
Las casas
colectivas en las que viví están estructuradas a partir de festivales y shows
de rock organizados por grupos de jóvenes que viven juntos y comparten el
trabajo.
Estos formatos
espontáneos de casas culturales se fueron multiplicando de ciudad en ciudad en
Brasil y atrajeron cada vez a más jóvenes. Al tiempo se fueron sumando más
artes hasta formar una propuesta integral: jornadas de shows de bandas
independientes, presentaciones de teatro, intervenciones audiovisuales y
talleres de formación libre. La clave: que el evento cultural tenga lugar, que
los vecinos participen, crear un espacio para transformar nuestros días a
través de la cultura.
Temor a ya no tener (cosas)
Otro gran apartado merece la propuesta de economía solidaria que propone esta red. ¿Nos animamos a que nuestra casa no sea sólo nuestra, sino que tenga las puertas abiertas? ¿Aceptamos dejar de cobrar nuestro salario en dinero y cambiarlo por los servicios básicos que necesitamos para vivir? ¿Nos animamos a ponerle precio a las experiencias culturales? ¿Cuánto pagaríamos por un show de la banda que nos gusta si nadie le pone precio? ¿Podemos compartir nuestro conocimiento gratuitamente y recibir el de los demás?
Por fin: de cara a una nueva vida, con todas las herramientas a mano y sin caminos trazados para seguir ¿quién se sube al viaje?
Volver
es para súper heroínas
Intento revisitar mi ciudad como turista, como si fuera ajena a esta realidad. Tan difícil como escribir esta crónica de viaje. Para contrarrestar sensaciones que no sé manejar, me propongo no pensarme con residencia fija en Buenos Aires. Los viajes nos ponen en estado de excepción. ¿Qué pasa cuando el viaje no es una vacación de un par de semanas? ¿Qué sucede cuando el viaje es la propia vida: habitar espacios nuevos, tener que hablar un idioma ajeno, ser la extranjera siempre?
Hoy mi percepción se ocupa de cosas que para otros son básicas. En mi caso redescubro cómo es volver a dormir en una habitación para mí sola, las diferencias con mi última morada en donde dormía con cuatro personas más (no en la misma cama). El cuello se me abigarra al escuchar a una amiga “a punto de agarrar el primer trabajo que aparezca” (mi humilde descubrimiento viajero es el de animarme a apostar por lo que me gusta con tiempo. Darme esa oportunidad).
Imposible es hoy para mí volver a los anteojos que usaba hasta hace dos años y que me proponían la Argentina como puerto unívoco. Me cuesta escribir este texto, ordenar los pensamientos, desencadenarme del desánimo que proponen los seres de mi ciudad. ¿Por qué si afuera los días fluían como una aventura fluida, acá una piña virtual y constante me hunde el pecho?
Mañana voy a salir a andar en bici e intentaré limitarme a percibir. Sólo sentir eso que no sé expresar. Qué tiene esta ciudad para los que siempre la habitamos. Qué duele y qué da placer en el habitarla.
Preguntas siempre abiertas
Busco casa a compartir pues así viví los últimos años. Con puertas abiertas y la facilidad de poner un plato más en la mesa o tirar un colchón en el suelo para que alguien más se quede. ¿Se puede viajar toda la vida? me preguntan. Me provocan. Ignoro la respuesta pero la sensación es no querer que termine.
Qué es lo que sucede al encontrarse a la familia, a los amigos de siempre. En mi ciudad las personas tienen poco tiempo. Quiero ver si la liviandad de estar viajando se puede importar de un país al otro. Si la solidaridad y la buena disposición de estar de paso se puede mantener in situ. Intento descubrir qué hace que las personas se queden aquí. ¿Qué eligen? Detrás de las quejas ¿hay más opciones? ¿Entre qué caminos se debaten? ¿La gente se pregunta si puede escoger otra vida? Escruto en lo que veo para entender lo que no tiene razones.
También supongo
que hay muchas personas que comparten mi estado. El de poder desarmar, vender,
dejar, mudar y lanzarse a la vida desconocida. Intento ubicarlas con mi brújula
humana. La red de redes con la que estoy contactada me facilita ubicar a las
personas en ese estado latente. Es más fácil percibirlas: están sensibles a
compartir con los demás (y muchas veces con desconocidxs).
En la Argentina es un lugar común la promesa “el año que viene dejo todo y me voy a vivir a Brasil”. Es una excusa para soñar con una vida a la que nadie se anima. Cada vez más ese latiguillo se repite en mi cabeza. En realidad no sé qué sucederá. Ahora tengo certeza de que cuando uno se decide a viajar y ese viaje compromete un cambio de vida, se desconoce el destino final. Corro el riesgo de no desarmar nunca más mi mochila. Sé que ese simple hecho inestable me pone en conflicto. O más bien en estado de pregunta.
El no echar raíces provoca a muchas personas pero también da muchas respuestas acerca de cuántas vidas es posible vivir.
Ese sano desarraigo también forma parte de la experiencia de compartir.
Publicado en Casquivana 5: www.casquivana.com.ar
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