Tengo
un vecino que
Ana
Prieto
Tengo un vecino que se llama Daniel, otro
que se llama Javier, otro que se llama Mario, otro que se llama Emmanuel y otro
que se llama Juan.
Daniel vive enfrente, lo suelo ver en el
chino, va de ojotas en invierno, adelgaza con los años y me recuerda al señor
Usher. Hace ya diez meses (los he contado) que no ensaya, y yo me preocupé e
imaginé mil infortunios hasta que me dijeron que su cara espectral empapelaba un
pub en Amsterdam y que allá tocó hace poco.
A Javier lo suelo cruzar en la verdulería y
también en las elecciones, pero la última vez que lo vi fue en la puerta de mi
casa. Listo, me encontró, pensé: llegó el momento de su venganza por el tweet que escribí hace un año sobre él y
las ballenas. Pero Javier es de esas personas que se detienen donde sea cuando
les suena el celular: “sí, la mina canta impresionante”, decía. “Llamémosla”.
Mario vive a la vuelta, tiene una garita en
la puerta y dos camionetas idénticas. Siempre nos topamos en la misma vereda y
siempre me quedan los nervios a la miseria porque me nace un pudor idiota inspirado
vagamente en la dignidad: “no mires al famoso”, me repito. “No lo mires”.
Emmanuel, literalmente, no se deja ver. Cuando
hemos coincidido se cubre la cara, o vuelve sobre sus pasos, o se agacha para
recoger algo inexistente, como temiendo algún acoso.
Juan vive al lado, saca la basura
arrojándola desde la puerta, pone la tele a todo volumen y tiene invitados cada
domingo desde las 10 de la mañana. Dos veces llamó a la policía durante las dos
únicas veces que he hecho fiestas aquí, y le encanta sermonear y dar lecciones
aunque él lleva hacia extremos asombrosos la separación entre la prédica y el
ejemplo.
Juan es el vecino que nadie quiere tener,
pero de todos mis vecinos, y que alguien me lo explique, es el que menos me
estresa.
Publicado en Casqiuvana 5: www.casquivana.com.ar
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