El corazón de la
manzana (tercera
entrega)
Texto: Luci Porchietto / Imagen:
Horacio Petre
Si estuviera
Magdalena, pensó, le pediría que fuera a comprarle un metro. Sin decirle, por
supuesto, para qué. Si se animara volvería al pasillo para hablar con alguna de
las vecinas. O con el encargado. El encargado. Le volvió la cara del tipo y
entonces se dio cuenta de que había dado con la solución al pequeño problema en
el que estaba metido. Abrió apenas la puerta, recuperó la llave, la puso del
lado de adentro. Sin quitarse el saco, se apuró hasta la habitación, se sentó
en la cama y levantó el tubo del teléfono. Se obstinaba por escuchar el sonido
del otro lado. Nada. Silencio. El viejo bufó. No recordaba ni el número de su
hijo. Ni siquiera sabía con quién quería hablar, pero necesitaba saber que el
teléfono funcionaba. Estuvo un rato vigilando el silencio con obstinación,
hasta que colgó el auricular mudo. No sonaba nada, ni siquiera el pip
sostenido, una de las pocas cosas que no había cambiado desde su juventud. Eso
y su terquedad que sólo se había acentuado.
Se
puso nervioso. Maldijo el momento en que empezó todo ese tema de la basura. De
ir a buscar la bolsa equivocada, nomás para tener razón y contrarrestar la
hostilidad de Magdalena. Ella parecía estar esperando el momento en el que él
se empezara a perder, a ser uno de esos viejos horribles que se quedan tirados
en un rincón. Así le dijo lo de la basura. Era como si estuviera diciendo “está
empezando a chochear. No importa lo inteligente que haya sido, no importa lo
feliz o desgraciado que consiguió estar. Usted, un día, va a empezar a decir
estupideces, como todos esos viejos horribles que supo esquivar”. Todo eso
decía Magdalena en tres palabras, todo eso lograba decir ella que era tan
calladita.
Nadie
le había contado que la vejez era esto. La fatalidad la constituye (¿quién
puede, en todo caso, decidir si quiere envejecer o no?) pero es verdad que
nadie quiere a los viejos. Ni siquiera Magdalena que recibe, precisamente,
dinero a cambio de propinarles un poco de atención. Pero los odia.
El
viejo no la culpa: él mismo se maltrataría, se laceraría su propia piel si
tuviera la entereza suficiente. ¿O es que acaso ya lo estaba haciendo?
Con
el papel enrollado en una de sus manos, caminó penosamente hasta el comedor
para ver la hora. El reloj barato colgado en la pared lo inquietó: las agujas
estaban fijas como los adornos inútiles de la repisa. Nada funcionaba en esa
casa. Magdalena no llegaba, y él empezaba a necesitarla imperiosamente. Nunca
es bueno estar desesperado. Quería un pantalón limpio. Que lo ayude a asearse
también quería. Saber dónde estaban las toallas lavadas y los jabones. Que lo
bañe. Hacía tiempo que ya había perdido la vergüenza. El viejo entregaba sus
huesos vetustos y sus carnes fláccidas a las manos rudas y desamoradas de
Magdalena: era como si lo tocara un hombre o, peor, era como si lo tocara una
mujer desamorada.
Volvió
caminando con más soltura y se sentó al lado del teléfono sin soltar el rollo
de papel. Temió estar enloqueciendo. ¿Estaba esperando, en verdad, la llegada
de esa vieja huesuda y desalmada? ¿Tan poco valía él? ¿No podía salir y hablar
con los vecinos? ¿Intentarlo, aún sabiendo que estaban todos muertos? ¿Qué
había hecho durante toda su vida para terminar con un rollo de papel en una
mano esperando la llegada de una asistente? Siempre lo había sospechado: no
servía de nada envejecer. “Si lo puedo pensar, no enloquezco” repetía como si
fuera un mantra. Así se fue calmando.
Se
tomó del apoyabrazos del asiento y pudo ponerse de pie. Volvió despacio hasta
su habitación. Abrió el ropero y hurgó entre sus ropas. Se envalentonó:
finalmente, podía solo. Tomó el primer pantalón que encontró. Lo llevó hasta
sus narices con la intención de olerlo, pero no hubo caso: hacía tiempo que ni
los olores ni el gusto de las comidas eran para él un asunto discernible.
Supuso que estaban limpios entornando los ojos. Entonces, se sacó los viejos
pantalones manchados de orín e incluso se avergonzó un poco al palpar la
humedad de la entrepierna en la tela vacía del pantalón. Recién entonces, con
la tela retorcida sobre su falda desnuda, llegó a tener verdadera conciencia de
su estado. Pidió enloquecer para no sentir, pero sospechó que acaso la locura
era, precisamente, sentir todo.
De
hecho, sintió miedo, pero hasta el miedo es insípido cuando uno es demasiado
viejo.
Intentó
incorporase para ponerse el pantalón, pero cayó de costado. El papel higiénico
rodó desde el colchón de lana hasta el piso, y se detuvo en el marco de la
puerta. El viejo se lo quedó mirando hasta que los ojos se le cerraron. Estaba
muy cansado.
Cuando
sonó su celular, Magdalena venía caminando por la calle y apenas escuchaba el
sonido horrible que su sobrino le había seteado sin ganas. No conocía el número
del identificador de llamadas. Atendió intrigada. Dijo “Hola” unas cuantas
veces sin tener respuesta hasta que, a lo lejos, sintió venir una voz
deshilachada.
—¿Tendrán
de verdad setenta metros como dicen?
Al
escuchar la voz quedó parada en el medio de la vereda. Reconoció el titubeo
mezquino del viejo y se persignó: el teléfono del departamento estaba cortado
desde hacía meses. ¿Con qué fuerzas había caminado y hacia dónde?
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