17.9.12

El corazón de la manzana (tercera entrega)



El corazón de la manzana (tercera entrega)
Texto: Luci Porchietto / Imagen: Horacio Petre

Si estuviera Magdalena, pensó, le pediría que fuera a comprarle un metro. Sin decirle, por supuesto, para qué. Si se animara volvería al pasillo para hablar con alguna de las vecinas. O con el encargado. El encargado. Le volvió la cara del tipo y entonces se dio cuenta de que había dado con la solución al pequeño problema en el que estaba metido. Abrió apenas la puerta, recuperó la llave, la puso del lado de adentro. Sin quitarse el saco, se apuró hasta la habitación, se sentó en la cama y levantó el tubo del teléfono. Se obstinaba por escuchar el sonido del otro lado. Nada. Silencio. El viejo bufó. No recordaba ni el número de su hijo. Ni siquiera sabía con quién quería hablar, pero necesitaba saber que el teléfono funcionaba. Estuvo un rato vigilando el silencio con obstinación, hasta que colgó el auricular mudo. No sonaba nada, ni siquiera el pip sostenido, una de las pocas cosas que no había cambiado desde su juventud. Eso y su terquedad que sólo se había acentuado.
Se puso nervioso. Maldijo el momento en que empezó todo ese tema de la basura. De ir a buscar la bolsa equivocada, nomás para tener razón y contrarrestar la hostilidad de Magdalena. Ella parecía estar esperando el momento en el que él se empezara a perder, a ser uno de esos viejos horribles que se quedan tirados en un rincón. Así le dijo lo de la basura. Era como si estuviera diciendo “está empezando a chochear. No importa lo inteligente que haya sido, no importa lo feliz o desgraciado que consiguió estar. Usted, un día, va a empezar a decir estupideces, como todos esos viejos horribles que supo esquivar”. Todo eso decía Magdalena en tres palabras, todo eso lograba decir ella que era tan calladita.
Nadie le había contado que la vejez era esto. La fatalidad la constituye (¿quién puede, en todo caso, decidir si quiere envejecer o no?) pero es verdad que nadie quiere a los viejos. Ni siquiera Magdalena que recibe, precisamente, dinero a cambio de propinarles un poco de atención. Pero los odia.
El viejo no la culpa: él mismo se maltrataría, se laceraría su propia piel si tuviera la entereza suficiente. ¿O es que acaso ya lo estaba haciendo?
Con el papel enrollado en una de sus manos, caminó penosamente hasta el comedor para ver la hora. El reloj barato colgado en la pared lo inquietó: las agujas estaban fijas como los adornos inútiles de la repisa. Nada funcionaba en esa casa. Magdalena no llegaba, y él empezaba a necesitarla imperiosamente. Nunca es bueno estar desesperado. Quería un pantalón limpio. Que lo ayude a asearse también quería. Saber dónde estaban las toallas lavadas y los jabones. Que lo bañe. Hacía tiempo que ya había perdido la vergüenza. El viejo entregaba sus huesos vetustos y sus carnes fláccidas a las manos rudas y desamoradas de Magdalena: era como si lo tocara un hombre o, peor, era como si lo tocara una mujer desamorada.
Volvió caminando con más soltura y se sentó al lado del teléfono sin soltar el rollo de papel. Temió estar enloqueciendo. ¿Estaba esperando, en verdad, la llegada de esa vieja huesuda y desalmada? ¿Tan poco valía él? ¿No podía salir y hablar con los vecinos? ¿Intentarlo, aún sabiendo que estaban todos muertos? ¿Qué había hecho durante toda su vida para terminar con un rollo de papel en una mano esperando la llegada de una asistente? Siempre lo había sospechado: no servía de nada envejecer. “Si lo puedo pensar, no enloquezco” repetía como si fuera un mantra. Así se fue calmando.
Se tomó del apoyabrazos del asiento y pudo ponerse de pie. Volvió despacio hasta su habitación. Abrió el ropero y hurgó entre sus ropas. Se envalentonó: finalmente, podía solo. Tomó el primer pantalón que encontró. Lo llevó hasta sus narices con la intención de olerlo, pero no hubo caso: hacía tiempo que ni los olores ni el gusto de las comidas eran para él un asunto discernible. Supuso que estaban limpios entornando los ojos. Entonces, se sacó los viejos pantalones manchados de orín e incluso se avergonzó un poco al palpar la humedad de la entrepierna en la tela vacía del pantalón. Recién entonces, con la tela retorcida sobre su falda desnuda, llegó a tener verdadera conciencia de su estado. Pidió enloquecer para no sentir, pero sospechó que acaso la locura era, precisamente, sentir todo.
De hecho, sintió miedo, pero hasta el miedo es insípido cuando uno es demasiado viejo.
Intentó incorporase para ponerse el pantalón, pero cayó de costado. El papel higiénico rodó desde el colchón de lana hasta el piso, y se detuvo en el marco de la puerta. El viejo se lo quedó mirando hasta que los ojos se le cerraron. Estaba muy cansado.

Cuando sonó su celular, Magdalena venía caminando por la calle y apenas escuchaba el sonido horrible que su sobrino le había seteado sin ganas. No conocía el número del identificador de llamadas. Atendió intrigada. Dijo “Hola” unas cuantas veces sin tener respuesta hasta que, a lo lejos, sintió venir una voz deshilachada.
—¿Tendrán de verdad setenta metros como dicen?
Al escuchar la voz quedó parada en el medio de la vereda. Reconoció el titubeo mezquino del viejo y se persignó: el teléfono del departamento estaba cortado desde hacía meses. ¿Con qué fuerzas había caminado y hacia dónde?



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