Fragmento de “Confesionarios
improvisados”
Texto: Agustín Dellepiane / Imagen: Lucila
Valentini
No se sabe bien por qué, si es que los
confesionarios más “institucionalizados” donde usualmente atienden los curas,
los psicólogos, los psiquiatras, los abogados, no alcanzan, perdieron
legitimidad o simplemente no funcionan para todos. Lo cierto es que, hoy en día
(o quizás siempre), en el lugar menos pensado alguien arma un confesionario
improvisado. Así, peluqueras, depiladoras, taxistas, deben recibir una
confesión que pide a gritos salir de la boca de sus clientes, y con ella
también absorben su poderosa carga afectiva.
Para realizar esta nota recurrí a un
terreno poco explorado y en el que se ve con mayor crudeza la relación
Consumidor - Prestador de Servicio, que pareciera ser el cimiento donde se sostienen
estos confesionarios. Aquí, la entrevista a una trabajadora sexual, más
conocida popularmente como prostituta,
que pertenece a AMMAR (Asociación de Mujeres Meretrices de la Argentina).
AD: ¿Qué tipo de confesiones te hacen tus
clientes?
TS: Los
hombres me cuentan sus intimidades. Sus gustos sexuales, la calentura con la
secretaria. Me hablan de cosas que con sus mujeres no harían: los juguetes, el
cambio de roles o un simple pete que no le piden desde que esos labios besan a
sus hijos. Además, a veces hacen catarsis: cuentan los problemas del trabajo,
problemas con los socios, que en vez de decirle todo eso a ellos se enojan conmigo.
No me pegan sino que descargan esa bronca hablando. Me dice: “Mi socio me re
caga. No sabe hacer nada y se lleva la misma plata”. Le digo: “Eso te pasa
porque sos buena persona”. Y él concluye: “Sí, yo soy bueno”. En general, les doy
música para sus oídos.
AD: ¿Hay
algún otro tipo de confesión?
TS: Si,
por ejemplo: una noche un muchacho de unos treinta y pico de años me levantó en
la esquina y me llevó al hotel. Yo sabía que quería hablar y no otra cosa
porque no quiso que me desvistiese. Entonces, me largó que se había peleado con
su mujer y que se iban a separar y no paraba de hablar. El tipo buscaba la
mirada de una mujer. Así que le pregunté si la quería. Él me contestó que sí. Y
yo le recomendé que la invitase a tomar algo porque a veces en la casa es
difícil hablar, más ellos que tenían hijos. Una salida, por ahí, les
posibilitaba escucharse. Si la mujer le gritaba quizás era porque le quería
decir algo. Varios meses después me levantó la misma camioneta. Yo no sabía que
era él porque me encuentro a mucha gente por día. La cuestión es que, arriba de
su camioneta, me ofreció la misma plata que la otra vez (era bastante) y me dio
las gracias porque yo lo ayudé a salvar su matrimonio. Y se fue.
Si querés
terminar de leer el artículo, lo podés encontrar en http://casquivana.com.ar/casquivana.html (páginas 12-13).
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