Perdí un amor pero
Juan Ignacio Caino
Quién pudiera culparla
por odiarlo, si lo fui a comprar a escondidas, olvidándome en mi entusiasmo que
ese mismo día era nuestro aniversario…
Pasados los primeros días
de enojo, pude convencerla de que me acompañara a dar una vuelta en mi Dodge
Coronado. A las tres cuadras, la bisagra de su asiento cedió, y quedó luchando
como una tortuga patas arriba. La relación no prometía demasiado.
Yo estaba dispuesto a
perdonarle las mañas, después de todo, aprendí a manejar en uno igualito,
recorrí tras el mismo volante más de un millón de kilómetros antes de tener
“edad legal” para sacar el registro de conducir. Era mi máquina del tiempo, un
espacio donde los años no habían pasado y donde estaban los mismos olores que
añoraba. Si hasta me parecía oír la voz de mi abuelo reconviniéndome por mi
gusto de acelerar de más.
Pero no me correspondió
en mi cariño y dedicación. Llegué a vender algunos instrumentos míos para
mejorarlo, arreglar cosas, tratar de que estuviera como yo quería, para que me
pudiera acompañar por muchos años. Tras ganar la batalla con mecánicos
discapacitados, alineadores desinformados, repuesteros con miedo a morir en la
indigencia, truhanes de toda laya, fui a caer a un taller de chapa y pintura. Ahí
también volví a decepcionarme y terminé pagando para (re) hacer el trabajo yo
mismo. Y un día mientras trabajaba en los pasarruedas, caí en la cuenta de que
nunca iba a estar conforme, que nunca iba a ser suficiente, que no lo estaba
disfrutando y que cuanto más me metía menos correspondido por su afecto me
sentía.
Lo vendí desarmado, a un
precio que no llegó ni al 10% de lo que había gastado. Perdí un amor, pero
aprendí más que si me hubiera gastado todo ese dinero en psicoterapia.
Este texto apareción publicado en Casquivana 4, página 34
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